Con el primo se conocían de vista; sus madres estaban distanciadas desde hacía tiempo, no sabía por qué ni desde cuándo. Pero esa vuelta, cuando se toparon en el parque de diversiones, los dos solos, sin amigos, se saludaron y simpatizaron enseguida. Empezaron a juntarse a la hora de la siesta y el primo le enseñó a disparar. Su madre nunca supo que había sacado la escopeta de su padre del escondite (la caja del vestido de novia, con el vestido de novia como mortaja, en la parte más alta del ropero). A ella no le habría gustado. Decían que el marido se le había muerto limpiando esa escopeta. Iban a practicar en los terrenos abandonados del ferrocarril.
La primera vez que salieron a cazar, desde
el otro lado de la ruta, le llamaron la atención, en el montecito bajo, las
copas salpicadas de cosas blancas, como bolsas de nylon o papeles que el viento
hubiera ido depositando entre las ramas. Antes de cruzar miraron para los dos
lados, venía un camión, así que esperaron. Cuando pasó, el chofer hizo pitar la
bocina que sonó como el mugido de una vaca y sacó la mano por la ventanilla,
saludándolos. No es que los conociera. Pero la gente que anda en la ruta es
así, le toca bocina y saluda a todo lo que se mueve. De puro aburrimiento será.
Cuando la culata del acoplado terminó de
pasar, contoneándose pesada, tuerta de una de las luces, volvieron a mirar para
los dos lados y cruzaron al trotecito el asfalto que aún debía estar caliente,
aunque el sol había bajado casi por completo. Se detuvieron nomás empezaba la
banquina y el primo disparó al aire.
Entonces pasó lo que pasó: tras la
detonación, eso que había en los árboles, ffsshsh-shssshhhh, se levantó como
espuma. Era un dormidero de garzas. Enseguida acomodó la escopeta, eran tantas
y estaban tan a tiro que la caza era segura. Pero el primo le bajó el caño de
un manotazo.
–Es mala suerte matar una garza –dijo y se
sentó sobre el pasto. El hizo lo mismo. El primo era más grande y él lo copiaba
en todo, quería ser así cuando tuviera su edad.
Las garzas quedaron suspendidas entre el
montecito y el cielo encendido, un momento, como relojeando. Y otra vez se
dejaron caer sobre las copas, ocupando sus sitios entre el ramerío.
El primo sacó dos cigarrillos del atado y
los encendió poniéndose los dos en la boca al mismo tiempo. Después le pasó
uno. Nunca había fumado, así que se atoró con la primera pitada, de angurriento
y emocionado. Después le agarró el gusto.
El primo era callado. Así debía ser un
hombre, creía él, de pocas palabras. Y aunque tenía ganas de soltar la lengua y
preguntarle un montón de cosas, no abrió la boca; mirando de reojo hizo lo
mismo que hacía el otro.
Un nuevo camión pasó, tan cerca que sintió
el vientito de la velocidad cortándole los pelos de la nuca. Pero éste no tocó
bocina. No los habrá visto.
En esos meses se le pegó mucho a su
pariente. El tenía doce y el otro unos dieciséis, pero no era como otros
gurisones de su edad, el primo. El tampoco.
Al tiempo muerto de ese verano lo pasaron
casi todo juntos. Excepto las veces que el padre del primo se cansaba de verlo
tan pajarón y se lo llevaba con él unos días a trabajar al campo. Nunca eran
más de dos o tres, pues, en el campo, seguía siendo un pajarón y el padre lo
aguantaba menos. Y esas pocas semanas, para carnaval, la tía hizo alianza con
otra madre y lo pusieron de novio con Noelia, una muchacha preciosa pero rara.
Justo para carnaval, cuando él había hecho muchos planes para los dos: desde
andar de mascaritas hasta empapar a baldazos a las chicas del barrio para que
la ropa se les pegara al cuerpo y pudiesen verles la bombacha y el corpiño. El
noviazgo abrupto no le dio tiempo ni a contarle al primo aquellos planes.
Esas semanas, cada vez que iba a buscarlo
para salir a cazar, su tía, sin invitarlo a entrar, desde la puerta nomás, le
decía: se fue a hacer novio.
Le daba bronca y a veces se quedaba
sentado en la vereda a esperarlo. Pero si la tía lo veía salía con la escoba,
como si estuviese por barrer, aunque más que eso era una amenaza: andá, dejá de
escorchar acá, andá a jugar con gurises de tu edad.
No tenía más remedio que marcharse. No
podía pedirle a su madre que intercediera.
Entonces se metía en los galpones del
ferrocarril. Buscaba el sitio más fresco y oscuro que siempre olía a orines,
aceite y humedad. En su escondite imaginaba qué estarían haciendo el primo y
Noelia.
La primera vez que se habían desnudado
para meterse al arroyo lo había impresionado su cuerpo. Flaco, fibroso, con una
cicatriz ancha que le asomaba entre los pelos y le subía por la ingle, casi
hasta el hueso de la cadera. La cicatriz de una operación. Y la verga, larga y
gruesa. El primo se había mandado de un galope al agua y, esos metros que
trotó, el pedazo chicoteó para los dos lados como si, al fin y al cabo, fuese
más liviano de lo que parecía a la vista. Pensaba en el primo haciéndoselo a
Noelia. Ella era flaquita, tetona pero sin culo, de caderas estrechas, así que
debía dolerle cuando él se la metía, y Noelia debía morderse los labios para no
gritar. Capaz que ni siquiera llegaba a penetrarla y tenía que conformarse con
puertear. La guasca abundante y pegajosa debía enchastrarle los muslos y las
nalgas a la estrecha Noelia.
Una tarde volvió a golpear su puerta, más
por rutina, para molestar a la tía, que pensando en encontrarlo. Fue él quien
abrió. Le dio unas palmadas en el hombro, sonriendo, se metió y volvió a salir
con la escopeta y una cantimplora. Echaron a andar hacia las afueras.
-Pensé que estarías haciendo novio -le
dijo recién cuando pisaron campo.
-No andamos más.
-¿Por?
-Nos aburrimos. Fue todo una tramoya de
las viejas.
-Mejor -se animó a decir y el primo se
encogió de hombros.
Esa vez también se metieron al arroyo y
cuando salieron se pusieron los calzoncillos sobre el cuerpo mojado y jugaron a
la lucha libre. El primo era más fuerte, pero le daba ventaja. En una toma,
quedó de espaldas sobre él, el brazo de su pariente cruzado entre su pecho y su
cuello, manteniéndolo inmovilizado. Dio unas pataditas para liberarse, pero lo
tenía bien agarrado y ya le faltaba el aire. Se quedó quieto. Por sobre la tela
mojada del calzón, justo en la raya, sintió el bulto grande y endurecido. El
primo lo soltó enseguida y se vistieron callados.
El verano terminó tan rápido como había
empezado y él tuvo que volver a la escuela, los horarios, las pequeñas
obligaciones. Al primo, el padre lo mandó a Buenos Aires a trabajar en la
verdulería de unos amigos. Volvió una o dos veces ese año, pero él recién se
enteró cuando ya había vuelto a partir.
Nunca llegó a preguntarle por qué matar
una garza traía mala suerte, pero cuando se topaba con alguna la dejaba ir, por
las dudas.
En sueños sí llegaba a
tirar del gatillo. Siempre era de noche, en un campo plateado por la luna. El
corazón le latía muy fuerte mientras se acercaba a la presa caída y cuando se
inclinaba sobre el manto de plumas blancas a veces el pájaro tenía el rostro de
Noelia y, a veces, el del primo.
Selva Almada. entre otras obras, escribió: Chicas muertas; El viento que
arrasa; Una chica de provincia; Mal de muñecas; Niños.
