La señora Marzot camina descalza y lentamente por la orilla de la laguna. Colgando del brazo, lleva un bolso del que sobresale un par de sandalias. El sol desciende dejando una larga mancha rojiza por encima de los árboles, al otro lado de la laguna. La señora Marzot tiene puesto un vestido liviano, con flores amarillas. El vestido le cae muy por debajo de las rodillas y, en la parte superior, el escote discreto permite ver parte de sus pechos abultados. En su mano, con cierta elegancia, sostiene una sombrilla con la que cubre su cabeza.
La pareja está sentada en uno de los
bancos de piedra, a bastante distancia de la señora Marzot. El hombre y la
mujer se besan y se detienen para encender cigarrillos. Ella sopla sobre la
llama del fósforo, apagándola.
—Es muy difícil estar con él —ella aspira
el cigarrillo y suelta el humo hacia arriba—. Hay días en los que está bien. Pero
otras veces se la pasa chillando y arrojándose al suelo. Se toca, es muy
desagradable ver lo que hace. Mamá está todo el tiempo detrás de él. Cuando era
chico creo que no se notaba tanto que estaba así. Pero, ahora, es como que todo
resulta más...
El hombre sacude un poco de ceniza que ha
caído sobre su pantalón.
—No debe ser cómodo tener a alguien así en
la casa.
—Lo queremos. Esa es la razón. ¿Qué
podemos hacer? Él no tiene la culpa de nada, nació así. Era un bebé muy lindo.
Para mí era como un muñeco, me gustaba cuidarlo. Mamá me dejaba darle el
biberón.
—Al hijo de la dueña del hotel dicen que
lo internaron. Debía tener la edad de tu hermano. Yo lo vi tres o cuatro veces.
No parecía tener nada raro hasta que lo mirabas bien. Me parece que lo que hizo
la dueña del hotel es lo mejor.
—No conozco a esa mujer. Nunca fui a
ningún hotel.
—Claro. Ella lo internó.
—Mamá nunca haría algo como eso.
—Nunca se sabe. La gente cambia.
—Yo no la dejaría.
El hombre sopla por la nariz. Sonríe,
apenas.
La mujer está mirando hacia la orilla de
la laguna.
—Es la loca de Marzot —dice él—. Viene
todos los días, la he visto en pleno invierno y hasta en días de lluvia.
—No hay nada de malo en que pasee —dice la
mujer.
—Todo el tiempo anda con esa sombrilla. En
el pueblo, nunca se la ve salir sin su sombrilla.
—Nadie puede sentirse molesto por eso.
—Seguro que no. Pero es el modo en que se
pinta la cara, cómo se viste. Tendrías que escucharla hablando. Puedo
asegurarte que algo en ella no funciona como debe.
—La mujer se cubre los hombros con un saco
de hilo.
—Cuando éramos chicos le tirábamos
mandarinas verdes a la sombrilla. Varias veces se la hicimos caer. Ella se
agachaba, la recogía y continuaba con su paseo. Como si de verdad fuera una
dama. Nosotros corríamos a escondernos pero ella nunca protestaba. Eso sí es
raro. Cualquiera al que le hagan una cosa así se enojaría y querría
desquitarse.
—Me parece una crueldad.
—Las mujeres ven todo de otro modo.
—Ella ni siquiera se quejaba. ¿Para qué
molestarla?
—Creo que la odiábamos.
—¿Por qué? ¿Qué les había hecho?
—No importa lo que nos hiciera. Basta con
verla. Cualquiera se da cuenta. ¿Es tan difícil de entender? ¿Sentiste odio
alguna vez? No creo que no sintieras odio alguna vez. Todos sienten odio alguna
vez.
La mujer da la impresión de querer
recordar.
—No. Al menos a ese punto. Jamás se me
ocurriría odiar a alguien que no me ha hecho nada. ¿Por qué lo odiaría? No
entiendo a los que odian sin que les hayan hecho alguna cosa.
El hombre suelta una bocanada de humo.
Rápidamente, el viento la disuelve frente a su cara.
—Cuando se es chico se hacen muchas cosas.
—No sé. Apuesto que te gustaría tirarle
una piedra sobre la sombrilla.
—Está loca. Le daba de comer a más de
treinta gatos. Todos los gatos vivían con ella. ¡Treinta gatos! Hay que estar
loca para vivir con treinta gatos. El mes pasado, alguien envenenó a los gatos.
Murieron todos. La loca los enterró uno por uno; cada uno en su fosa, como si
fueran personas.
La mujer tiene el ceño fruncido, su boca
está ligeramente distorsionada. Se acomoda el pelo con un ademán nervioso.
—¿Se puede hacer tanto daño porque sí?
—Eran gatos. Alguien se sintió molesto.
Pasa todo el tiempo.
—¿Tiene hijos?
—Nunca se casó. En la casa vivía con la
hermana, que también era una solterona. El año pasado, la hermana se
electrocutó con un cable que estaba caído frente a la puerta de su casa. La
hermana estaba tan loca como ella.
La mujer no deja de seguir los movimientos
de la señora Marzot. La ve detenerse y observar el agua. El agua es de un color
marrón y tiene algunos reflejos rojizos.
—La loca estuvo doce años de novia. ¡Doce
años! Él la dejó por otra. Se fue de viaje y regresó casado. Es gracioso pero
ellos siempre vivieron uno enfrente del otro. Él no se mudó y hace años que
vive con la mujer y los hijos a calle de por medio con ella. Pienso que se
quedó virgen. Pero no estoy seguro de que sea virgen. Nunca se conoce del todo
a nadie.
La mujer asiente con la cabeza y sonríe
con algo de amargura.
—Es mejor que nos vayamos. No quiero
perder el colectivo. Sale en cuarenta minutos.
El hombre la toma del brazo
—Es temprano. Puedo llevarte hasta tu
casa.
—Me esperan para cenar.
—Son apenas sesenta kilómetros. Sobra
tiempo.
—Prefiero hacer el viaje en el colectivo
—dice la mujer metiendo los brazos en las mangas del saco.
—¿Te pasa algo?
—No —dice ella y camina hacia donde está
detenido el automóvil—. Llevame hasta la parada de colectivos.
—Alguna cosa te pasó. Dame un beso.
La mujer aparta la boca cuando él intenta
besarla.
El hombre la toma de los brazos con ambas
manos.
—¿Vas a decirme qué te pasa?
—Te dije que nada.
El hombre la atrae hacia sí y la abraza.
La mujer mira por detrás del hombre, hace un movimiento violento e inesperado
para separarse de él. Lo empuja. Él trastabilla.
La mujer corre hacia la laguna.
El hombre intenta reponerse de la
sorpresa.
Sin entender lo que ocurre, ve a la mujer
corriendo hacia la orilla de la laguna.
La mujer corre desesperadamente hacia la
orilla.
El hombre la escucha gritar pero no
entiende lo que dice.
La sombrilla está clavada en la orilla y
la moja el agua de la laguna.
El hombre mira cómo la mujer corre
desesperadamente.