Al sacar mi pasaje lo vi por primera vez. Me llamó la atención acaso por el chico morenito. y de cabellos revueltos que tenía de la mano o por la ocurrencia de cerrar los ojos así de pie, casi al último de la fila, como si quisiera de verdad dormir; la cara requemada y tirante en los pómulos, bajo de estatura, engordado, seguro por la edad y la vida disipada que denunciaba cierto sensualismo de su mirada semidormida, vestido por los baratillos y las ocasiones sin importarle el celeste ridículo del traje, grande para él; de vez en cuando sacaba el pañuelo arrugado del bolsillo de atrás para limpiarse la boca de no sé qué murmullos, mientras el pequeño pegado a sus piernas era la imagen de la soledad huraña que en esas regiones se trae desde la cuna. Nada más. Después lo olvidé y hubiese sido para siempre si no estuviera en este mismísimo momento acomodándose para compartir mi asiento en el tren, con sus cinco bultos respaldándolo desde cualquier sitio posible, una valija marrón, barata y baqueteada la pobre, reforzados sus cierres con piola dándole vueltas varias veces a lo ancho y a lo largo; un canasto amarillo con franjas rojas despintándose por el uso, lleno hasta rebalsar en un lomo contenido por lo que parece mantel o servilleta grande; dos cajas, de esas de zapatos, por reventar y también aseguradas a nudos ciegos de piolín; y otra caja más grande envuelta en bolsas vacías de harina o de cemento, palito como dirían los changos en el barrio, todos a su alrededor, arriba, debajo del asiento, qué llevará este tipo, no me dirá que se está trasladando; aunque no es el único, hay quienes suben aún mayor cantidad de bultos.
Las prolijas y enérgicas revisaciones
aduaneras de los días hábiles no son frecuentes la mayoría de los domingos como
hoy, salvo algún funcionario soñoliento, uno que otro gendarme desvelado se
hacen presentes por formalismo a palpar apenas algunos equipajes, nada a fondo
como los lunes por ejemplo, abra esa bolsa, vuélquela no importa en el piso,
desate esa valija; manos ciegas adentro, escarbando implacables, tanteando por
la presa valiosa.
Cómo demora en partir este tren, ya debe
estar atrasado; mi impaciencia hojea sin interés el diario de hace tres días
(así llega aquí); a mi alrededor crece la agitación con inminencia de última
campanada; gente que sube traspirada y acezando, busca lugares apropia dos,
aquí che, que no da la luz; gente que se despide en voz alta, saludálo en mi
nombre, escribí, no seás floja y no te olvidés de averiguarmeló; gente en el
andén, ofertando empanadas, refrescos, masitas, y a escasos cien metros la
campana de la Iglesia llamando a misa, y esta ternura que me nace por las
calles siempre pálidas y polvosas, abiertas en la soledad, con alguna sombra
esporádica yéndose apurada o quedándose al sol, tomándolo casi con abandono
absoluto.
La familia en pleno lo ha estado ayudando;
su mujer pequeña, bien nativa, ocupándose con manos inquietas y duchas de esto
o de aquello, con la seguridad de quien está acostumbrado a hacerlo; los cuatro
hijos varones, incluido el pequeño, colaborando a la par, alcanzáme las
botellas, subí la bolsa de naranjas, no te olvidés de echar la carta, mejor
certificála, hacé el telegrama; y después de nuevo el silencio como una red de
la que es imposible escapar; ni siquiera hay la despedida que uno se imagina,
insensibilizados como están por esta rutina, con la resignación del que no
conoce ni quiere conocer otra cosa, y si lo quiere se lo traga hasta olvidarlo.
A mí, particularmente en esta ocasión, me
molesta sobremanera tener que viajar en compañía; no me gusta confraternizar,
prefiero gozar en soledad de lo que puede depararme el viaje; qué lindo hubiera
sido disponer para mí solo de la ventanilla, sentirme cómodo, a mis anchas, ir
saboreando sin testigos meteretes este paisaje entrañable, estirar las piernas
hasta el asiento del frente si era necesario, moverme a mi placer; y qué macana
si se larga a charlar, cuando toman y apenas se chispean algunos hablan hasta
por los codos; que lo parió, cómo no me compré boleto de primera, sólo por
ahorrar unos cuantos pesos; ahora con el tren en marcha ya es tarde, y para
peor saca no sé de dónde una botellita verde y sin ningún disimulo comienza con
los tragos y los tragos, saboreándolos hasta pasarse la lengua por los labios y
limpiárselos luego en la manga del saco mirando de paso furtivamente mi mal
humor al compás de su coca disimulada como una levísima hinchazón de muelas.
Y ya desde la primera estación comienza a
manifestarse su apetito; una sopa aquí, tamales allá, otra botella llena en
lugar de la vacía, empanadas de pollo que come quemándose y un vaso de vino
tinto para asentarlas.
Era de esperar, con la embriaguez
paulatinamente va disipándose su desconfianza; se le va suavizando el rostro
áspero, adquiriendo cierta sociabilidad y no sólo en apariencia, sino que
después de algunas vacilaciones, por fin parece decidirse.
¿Qué calor, no?, ¿viaja lejos amigo?, me
parece haberlo visto antes, ¿no?, qué suerte que no revisaron, ¿no? gracias a
que es domingo ¿sabe? vamos a ver más adelante…
Y otro trago, y otro puñado de coca, y
otro mordisco a la piedrita gris que saca del bolsillo y escoge de entre
monedas, fósforos sueltos y hasta pastillas de menta y píldoras; y yo qué voy a
querer de la misma botella ni en broma.
¿Vio mis hijitos, don? y eso que faltaba
el mayor, ¿sabe?, lo tengo estudiando en un Colegio de Salta, ¿sabe? sale caro,
por supuesto pero qué le vamos a hacer si uno no se sacrifica por ellos, ¿quién
más no? y sabe don -ahora: susurra- con esto se gana, cualquier cosa, allá se
pelean por las medias, por las radios, basta que sean importadas pagan lo que
se les pida, ¿sabe?, claro que hay que saber rebuscárselas, tocar a alguien
importante, ¿no? -guiña un ojo- buscarse alguna cuñita ¿sabe?,
me lo cuenta sin la menor desconfianza,
siempre amable, aunque una forma de mirar como escurriéndose, una chispita
repentina aflora de tiempo en tiempo en sus ojos ya irritados. Casi sin darme
cuenta empiezo a alargar mis respuestas, a prestarle mayor atención, a preguntarle
a mi vez sacando más frecuentemente la mirada de estas lejanías abrumadoras;
ahora sé lo que lleva y me admira que lo haga tan a la vista; exprime
salivosamente, puede ser fácil la décima naranja; una sí la acepto; la pelo a
las apuradas, desde su boca a la mía se traslada involuntariamente el deseo
imperioso.
Pasar la frontera no es problema, ¿sabe?,
de noche por las quebradas y el río, sobre burros o a la espalda nomás, ¿sabe?,
lo jodido es llevarlo al sur; si a uno lo pillan está listo, ¿sabe?, además de
quitarle todo lo fichan y lo meten preso; claro que se sale pero ya no es lo
mismo, ¿sabe? uf, hace ya tanto que ando en esto, ¿sabe?, estoy tan
acostumbrado... además no sé hacer otra cosa… y como le digo, sangre fría y
suerte, sabe, don...
Y los tragos se suceden como los mojones
de los kilómetros, y la voz traspirada va decayendo y dando paso a un sueño
húmedo y pesado.
Afuera pasa lo de siempre, primero la
pampa pelada y dura de la puna, con su sobresalto de llamas de ojos de mujer
ojos diseminadas en la inmensidad desolada de 1a tierra ocre perdiéndose contra
los lejanos cerros azules, tierra de una belleza que se da sin precio ni
consuelo; después, y a medida que se desciende, el suelo va verdeciendo
tímidamente y los arbustos se mezclan con los cardones y los primeros árboles,
sin olvidar del todo aquella piedra solitaria, sentida como la piel del hombre
que trepa al tren donde nadie se imagina y se envuelve en un rincón de
intemperie vieja como su poncho.
Ahora un ronroneo envidiable acompasa su
respiración; el sol que irrumpe por la ventanilla le quema seguro la cara de
brillo aceitoso; una lentísima gota baja rastreando por la mejilla derecha y la
comezón que me da a mí a él no lo inmuta; se me está haciendo simpático, ya no
me importa tenerlo al frente; y miro en él al pequeño del mechón rebelde,
inmóvil de su mano como mimetizado por el afecto o el miedo. Recién se
despierta, se prueba la saliva; pestaña; con el revés de la inane se seca la
frente; estira pegajosamente brazos y piernas; bosteza aflojándose el saco;
repara en mí como disculpándose; escupe sobre el piso, entre sus pies, y pisa
restregando el escupitajo; respira hondo y en seguida se hurga impaciente por
la botella; le da un trago interminable.
Se le ocurre levantarse en cada estación o
parada,
Me cuida los bultitos, ¿quiere, don?,
vuelvo enseguida, ¿no se le ofrece nada, no? y se baja al andén; desde luego
otra empanada, otro vaso de vino, qué aguante.
Dormito también, o al menos trato, o si
no, miro la gente que sale a ver pasar el tren; las muchachas en especial que
pasean bien arregladas y alegres; por ahí también me compro un quesillo, una
manzana.
Cuidemé mis
bultitos, don, esos cinco, ¿sabe?,
sí, ya sé, ya sé, los tengo metidos en la
memoria de tanto mirarlos y cuidárselos; esto ya no me gusta; conversar,
acompañarse, pasar el rato, vaya y pase, pero cuidarle sus cosas en cada
detención sin que yo mismo, pueda moverme para mis necesidades me suena como un
abuso, una falta de delicadeza; no se da cuenta o no le importa; quén desconsiderado,
él dándose los gustos y yo velando por su contrabando, sí señor, su
contrabando; se me vuelve la antipatía, la incomodidad, que lo parió, en
primera se rola con otra clase de gente, de más categoría, turistas,
estudiantes, personas respetables;
Cuidemé mis bultitos, don.
Ya ni necesita decírmelo; y, es el colmo,
ya ni me lo dice; se levanta y se va, y yo, señor, clavado en este lugar como
un cómplice cualquiera, a cargo del platal en medias de náilon, transistores,
relojes y qué sé yo.
Y tiene suerte el tipo; la suerte que se
ruega seguro allá detrás con velitas a la virgen; suben gendarmes del sur, se
les nota en la tez clara, en los ojos, en los cabellos, en el acento; parecen
contagiados del desgano del domingo pues se conforman con mirar al vuelo, pedir
algunos documentos y listo;
Puede decirse que ya estoy salvado,
¿sabe?, aunque revisen a la llegada, allá me las sé arreglar, ¿sabe, don?...
Y otra vez el guiño confianzudo del ojo; y
no sé qué contestar unido como me siento a su alegría; la vela lagrimea
incesante frente a la imagen impávida de la virgen en la estampita dorada y
vieja.
Otra estación a la media tarde y
Cuidemé los bultitos,
¿ya?
cuándo no; paciencia; me da sueño, sin
darme cuenta dormito unos segundos, bruscamente me repongo, aspiro hondo, abro
bien los ojos, pero tras un pestañeo inútil caigo dormido del todo; la modorra
me puebla corno un arrullo poderoso, me entrego totalmente al sueño a pesar del
último esfuerzo de la voluntad pegajosa.
Me despierto al rato; el tren se halla en
plena marcha; me despabilo avergonzado, sin embargo nadie repara en mí, y hasta
hay quienes duermen en insólitas posturas. Pero qué pasa, el del frente no
está; los bultos, uno, dos, tres, cuatro y cinco, sigue en sus lugares tal cual
os dejó; con quién se habrá encontrado tal vez en otro coche; mejor así, por lo
menos me deja tranquilo; pasan los minutos, otra estación, de nuevo en viaje, y
no aparece; me da rabia, por qué tengo yo que afligirme, que aparezca cuando se
le dé la gana y si no aparece a mí qué me importa; súbitamente me pongo de pie,
renegando entre dientes recorro el tren de punta a punta y no lo encuentro;
dónde se habrá metido, hay que joderse, qué me hago ahora; ¿lo estará haciendo
a propósito?, ¿para qué?, ¿por qué?; a lo mejor no es con trabando o es uno más
serio de lo que pensaba; me fijo asiento por asiento, en el coche comedor
incluso, y no está, ni señas; a quién contárselo, pedir ayuda, ni soñando; lo
más probable es que haya perdido el tren; un vasito de cerveza más, sirva otro
plato, hay tiempo; se ensordece uno a veces con algún sabor, alguna sensación;
merecido lo tiene, qué forma de viajar, se diría que lleva trapos o papeles
viejos; y no digamos su falta de cortesía, señor, ésas no son maneras; qué
hago, qué hago, me dan ganas de irme a otro coche, y que se vayan al diablo sus
cosas, qué tengo que comprometerme por un desconocido; pero no puedo, no puedo;
además estará desesperado,
Mis bultos, mis bultitos, paren el tren,
dónde hay auto de alquiler, por favor, pago lo que sea, Dios quiera que ese
señor tan atento me los cuide, mis bultitos...
Se me van como por encanto el sueño y el
cansancio; no quiero ni pensar en el lío en que me estoy metiendo, ni que haya
otra revisación aunque invente excusas inservibles, maneras ridículas de
burlarla; de ésta sí que no me salvo; bueno, si vienen les digo la verdad, que
no son míos y chau; pero ésa no es la verdad que siento, la que me deja
conforme y no tardo en comprobarlo:
Esos bultos, señor, ¿son de usted?,
Si,
son míos, míos
Ah, está bien, boletos por favor, boletos…
Así que son míos, pedazo de estúpido,
míos; los miro rencorosamente, los odio, los patearía hasta cansarme; aunque no
sé, algo me impulsa a ampararlos, a no abandonarlos. Me aquieto, trato de
resignarme, qué más me queda. Cómo será mi desatención a los demás que recién
me doy cuenta de que entramos melancólicamente en la noche y con ella en los
últimos tramos del viaje; he perdido la noción de la distancia, del tiempo; mi
traje está arrugado, sucio de tierra, en mi piel siento una sequedad agobiante,
como si por horas hubiese estado la vida, el tiempo bajo mi piel, y yo encima,
inalterable, inmóvil.
Me resigno a que no aparezca; ahora lo que
me preocupa es que me registren en la llegada; cómo bajo los bultos para no llamar
la atención, con quién me encuentro, qué vergüenza, a cuál hotel voy, cómo
averiguo del tipo, a lo mejor se consiguió nomás un auto y me estará esperando
entre afligido y sonriente, el pobre, qué suerte, qué alivio bárbaro, me miro
darle la mano, abrazarlo,
No, no es nada, al contrario, mucho gusto,
el placer ha sido mío…
Claro que de haber sido así tenía ya
tiempo de haberme hallado en alguna estación anterior; lo más seguro es que
esté la policía,
Usted es su compinche, confiese todo
No, yo no sé nada, lo juro por mis hijos,
no sé nada, es tan sólo una casualidad maldita...
Pasa de nuevo el guarda, se me hace que me
mira con mayor fijeza; sin embargo sonríe al pedirme el boleto; ya estamos
llegando.
Revisan. Nadie se puede librar. Por una
denuncia, hoy el registro será más riguroso. Se me afloja el estómago, la
memoria, las piernas; traspiro entero; me cuesta respirar, se me traba la
lengua, tropiezo al primer paso, quisiera meterme en el último rincón,
esconderme para siempre; yo no he sido, señorita; ha sido el niño de aquel
banco; yo no he sido, papá; yo no he sido, mi sargento; señor jefe, yo no tengo
la culpa.
Nos hacen bajar en orden estricto para
irnos me tiendo en un galpón amplio; ahora negar sería infantil, yo mismo he
acarreado uno por uno los bultos delante de todo el mundo, los he acomodado a
mi lado, sin fuerzas para rebelarme aunque mi mujer llore toda la noche y mis
hijos me llamen a los gritos.
Revisan gendarmes y aduaneros de civil,
sin pausas, con saña, seguros de encontrar lo que pretenden; ya hay varias
valijas desentrañadas, algunas sin culpa, otras con el delito a la vista, a los
pies de los responsables; llora una mujer retorciendo su pañuelito, mira un
perro en los ojos.
No sé por qué me he tranquilizado, será
que en el fondo no soy culpable, será que guardo la secreta confianza de ver
aparecer al dueño el rato menos pensado y se haga cargo como corresponde, él es
canchero y no le va a ser difícil superar el mal momento; será lo que Dios
quiera; me asombro de mi propia calma, hasta se me ha disipado por completo la
indignación que tenía contra el verdadero responsable.
Le toca a usted, amigo…
El oficial me mira, después mira los
bultos, sólo un ratito, me mira de nuevo más fijamente, no disimula la sorpresa
y suelta sus palabras como si no hubiera nadie más que nosotros dos:
¿Vos aquí?, qué hacés viejo, cómo te va;
mirá dónde te vengo a encontrar, te acordás de mí, ¿no es cierto?
(No me acuerdo un pito, no lo conozco ni
jamás lo he visto antes.)
Sí, claro…, qué tal, cómo no me voy a acordar…
Qué hacés che; y esos bultos, ¿son tuyos?
Y, sí, son míos…
Bueno, siendo así llevatelós nomás, qué te
voy a revisar a vos, sos mi amigo, ¿o no?,
Y su carcajada es como una lluvia
torrencial sobre la mayor sequedad de que tenga memoria; qué frescura para
desnudarme entero y bailar de alegría; qué sed repentina para beber el trago
del alivio más largo del mundo.
Además te veo después de tantos años y
siendo mi viejo amigo basta, ¿eh?
Me palmotea confianzudamente; por mí puede
golpearme si quiere; me ayuda solícito a conseguir changador, me despide
alegremente;
Si te quedás unos días a lo mejor nos
vemos por ahí..., sería lindo para recordar tiempos idos, ¿eh?, chau viejo;
Chau, chau, gracias, muchas gracias...
Con cada palabra trato de vaciarme la mala
sangre, el pus, de quedar limpito; los nervios afuera como los cables gastados
de una luz dolorosa, todo a la basura, mientras voy dejando atrás, sin volverme
a mirarlo siquiera, el último saludo de esa mano extraña.
No me acuerdo el nombre del Hospedaje, ni
cómo he subido hasta este cuarto en el segundo piso, ni quién me ha ayudado, me
ha atendido; solamente sé que tuve tal sed que me tomé tres naranjadas al hilo,
si no me equivoco al contar las botellitas vacías sobre el velador. Tirado, sin
desvestirme, sobre la cama, he dormido de un tirón, sin un sueño.
El sol penetra por la ventana abierta, se
expande por la pared como una mancha de aceite. Me levanto, me aseo, mientras
me cambio de ropa los descubro tal como los dejé, amontonados en un rincón; de
golpe me siento otra vez como en un nudo ciego, y al acercármeles para
acomodarlos mejor, noto en el aire como el rasguño de una desconfianza, el
gruñido de dientes inamistosos, me detengo tercamente rechazado; intento varias
veces aproximármeles pero me quedo en el ademán trunco de acariciar a un perro
abandonado, bruscamente hostil.
Salgo a la calle desorientado; no sé qué
voy a hacer; leo de punta a punta el diario, en vano; merodeo por la Estación;
a la Policía no puedo ir; ni siquiera le sé el nombre ni la dirección como para
escribir; si no fuera que jamás creo en cosas sobrenaturales, no sé qué
conclusiones sacaría.
No vuelvo al Hospedaje en todo el día;
vago por la ciudad buscando entre la gente algún rastro, algún indicio; en el
mercado gasto horas con los que comen olvidados a lo largo de mesas comunes y
beben interminablemente. Cómo puede ser, qué es lo que en realidad está
pasando; no hay lógica, no hay explicación.
A la tarde entro a un cine para olvidarme
un poco, pero es inútil, yo sólo miro películas de un desaparecido que me
condena a un arrinconamiento en plena intemperie, a ser un náufrago mudo en
medio de miles de manos disponibles.
Al volver a mí habitación me cuido de
hacer ruido, no quiero despertarlos, temo a los dientes por morder, los respingos
huraños; sin prender la luz me acuesto a la adivinanza, me tapo cabeza y todo.
Madrugo; nunca me he vestido tan rápido ni
tan a los tirones; salgo a la calle sin mirar siquiera el rincón hostil; no
quiero volver más a ese cuarto, que se pudran; hoy mismo me voy; no sé si lo he
soñado o lo he sentido entre sueños: toda la maldita noche sollozos
arracimados, apenas perceptibles, ayes lejanísimos, gemidos como enterrados,
aullidos diminutos; quejidos diminutos, voces como en sorda oración. Me viene una
pena más grande que yo, lástima de mirar por ejemplo la soledad de la vida
delante de una familia entera humildemente agrupada para una fotografía
amarilla; ando extraviado por calles cuyos nombres olvido; ni en las plazas
siquiera hallo sosiego; la mosca de un presentimiento zumba terca alrededor de
mi corazón aunque me niegue con todas mis fuerzas a hacerle caso.
Y entonces todo es como una trompada
traidora en la nariz o un telegrama de luto al alba en menos de siete líneas
del diario, escritas sin saberlo justamente para mí, entre titulares de
guerras, revoluciones, huelgas, amores, la página social, las loterías,
necesito muchacha buen sueldo, el próximo domingo otra fecha del campeonato de
la Liga; pobre tipo, ya sabía yo, quién aguanta comer y comer, chuparse botella
tras botella; alguna vez el corazón también se cansa.
Carlos Hugo Aparicio, entre otras obras, escribió: Grillo ciudadano; Romance de bar; Sombra del fondo; Los bultos; Días de viento.
