No te diré nunca cómo fui hundiéndome, día tras día, entre los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspero que cal agrietada. A veces, cuando reconsidero la latitud a que he llegado, siento que en mi cerebro se mueven grandes lienzos de sombra, camino como un sonámbulo y el proceso de mi descomposición me parece engastado en la arquitectura de un sueño que nunca ocurrió.
Sin
embargo, hace mucho tiempo que estoy perdido. Me faltan fuerzas para escaparme
a ese engranaje perezoso, que en la sucesión de las noches me sumerge más y más
en la profundidad de un departamento prostibulario, donde otros espantosos
aburridos como yo soportan entre los dedos una pantalla de naipes y mueven con
desgano fichas negras o verdes, mientras que el tiempo cae con gotear de agua
en el sucio pozal de nuestras almas.
Jamás
le he hablado a ninguno de mis compañeros de ti, ¿y para qué?
La
única informada de tu existencia es Tacuara. Apretando en el bolsillo un rollo
de dinero, entra a la pieza después de las cuatro de la madrugada. El pelo de
Tacuara es lacio y renegrido; los ojos oblicuos y pampas; la cara redonda y
como espolvoreada de carbón, y la nariz chata. Tacuara tiene una debilidad: es
la lectura de la “Vida Social”, y una virtud, la de gustarle a los
descargadores de naranjas y hombres de la ribera de San Fernando.
Ceba
mate mientras yo, espatarrado en la cama, pienso en ti, a quien he perdido para
siempre.
Lo
dificultoso es explicarte cómo fui hundiéndome día tras día.
A
medida que pasan los años, cae sobre mi vida una pesada losa de inercia y
acostumbramiento. La actitud más ruin y la situación más repugnante me parece
natural y aceptable. Me falta extrañeza para recordar los muros de los
calabozos donde he dormido tantas veces.
Pero
a pesar de haberme mezclado con los de abajo, jamás hombre alguno ha vivido más
aislado entre estas fieras que yo. Aún no he podido fundirme con ellos, lo cual
no me impide sonreír cuando alguna de estas bestias la estropea a golpes a una
de las desdichadas que lo mantiene, o comete una salvajada inútil, por el solo
gusto de jactarse de haberla realizado.
Muchas
veces acude tu nombre a mis labios. Recuerdo la tarde cuando estuvimos juntos,
en la iglesia de Nueva Pompeya. También me acuerdo del podenco del sacristán.
Empinando el hocico y el paso tardo, cruzaba el mosaico del templo por entre la
fila de bancos… pero han pasado tantos cientos de días, que ahora me parece
vivir en una ciudad profundísima, infinitamente abajo, sobre el nivel del mar.
Una neblina de carbón flota permanente en este socavón de la infrahumanidad; de
tanto en tanto chasquea el estampido de una pistola automática, y luego todos
volvemos a nuestra postura primera, como si no hubiera ocurrido nada.
Incluso
he cambiado de nombre, de manera que aunque a todos los que pasan les
preguntaras por mí, nadie sabría contestarte.
Sin
embargo, vivimos aquí en la misma ciudad, bajo idénticas estrellas.
Con
la diferencia, claro está, que yo exploto a una prostituta, tengo prontuario y
moriré con las espaldas desfondadas a balazos mientras tú te casarás algún día
con un empleado de banco o un subteniente de la reserva.
Y
si me resta tu recuerdo es por representar posibilidades de vida que yo nunca
podré vivir. Es terrible, pero rubricado en ciertos declives de la existencia,
no se escoge. Se acepta.
Estalló
tu recuerdo, una noche que tiritaba de fiebre arrojado al rincón de un
calabozo. No estaba herido, pero me habían golpeado mucho con un pedazo de goma
y la temperatura de la fiebre movía ante mis ojos paisajes de perdición.
Grisáceo
como el trozo de un film, pasaba el recuerdo del primer viaje que efectué a un
prostíbulo de provincia, con Tacuara. Era la una de la tarde y un coche
desvencijado nos llevaba por un callejón sombrío, acolchado de polvo. El sol
centelleaba en el muro rojo del prostíbulo, y frente a la puerta de chapa de
hierro engastada en la muralla de ladrillo había un pantano de orines y un
poste para atar los caballos. El viento hacia chirriar en su soporte un farol
de petróleo.
Nunca
olvidaré. El macro judío me adelantó cincuenta latas sobre el trabajo de la
mujer en la semana, y entonces marché a entrevistarme con el jefe político y el
comisario… Estas iniquidades pasaban por mi memoria mientras estaba tendido en
el piso de portland del calabozo. A momentos creía que iba a morir. Entreabría
los párpados y distinguía murallas rodeadas de otros cercos por otros
subsuelos, y durante un minuto mi vida transcurrió el espacio de un siglo en el
fondo de los calabozos. Otros hombres, como yo, tenían los pulmones machucados
a golpes de goma. Una cuña de gran sufrimiento me partió el cerebro, y más allá
de la ferocidad de todos nosotros, oprimidos u opresores, más allá de la dureza
de las grises piedras cuadradas, distinguí tu semblante pálido y la almendra
aceituna de tus ojos.
Fue
un martillazo en la sensibilidad. Nunca pude despierto imaginarme tu rostro con
la nitidez que en la vorágine del delirio destacaba su relieve, luego la
obsesión del castigo me volcó en la crueldad del interrogatorio. Me indagaban a
golpes por el asesinato de una mujer con la cual nada tenía que ver.
Después
salí. Más tarde me detuvieron otra vez. En la sombra me acompañaba tu recuerdo
y en la vida, fiel como una perra, la mulata Tacuara.
¡Tacuara!
¿A dónde no habré ido con Tacuara?
Por
ella conocí el asqueroso aburrimiento complicado con olores de polvo de arroz
de los lenocinios de provincias, la regenta en chancletas cuidando un brasero
que enceniza el piso de la sala, el mate que rueda lentamente entre las manos
de diez rameras pitañosas, el viento que sacude la madera de los postigos
porque los vidrios están rotos y se han sustituido los cristales con alambre de
fiambrera, mientras llega desde afuera el ruido informe de un carro de ruedas
gigantescas, cargado con una pirámide de bolsas de maíz, y el látigo chasquea
junto a las orejas de los ocho caballos envueltos en grandes nubes de tierra
amarilla.
Por
Tacuara conocí los prostíbulos más espantosos de provincias. Aquellos en que la
pieza no tiene cama, sino un jergón de chala tirado en el suelo de ladrillos, y
mujeres con labios perforados de chancros sifilíticos. He comido sopa de locro
y he bailado tangos más siniestros que agonía en salas tan inmensas como
cuadras de un cuartel. Había allí bancos de madera sin cepillar y en los
rincones negras sosteniendo con un brazo a un recién nacido a quien amamanta
con un pecho, mientras que para no perder tiempo con la mano libre le
desprendían los pantalones a un ebrio rijoso.
¡A
dónde no habré ido con Tacuara!
En
su compañía he recorrido todo el sur de la provincia, Bahía Blanca, Marcos
Juárez y Azul, después estuvimos en Rosario de Santa Fe, Córdoba, Río Cuarto,
Villa María y Bell Ville.
Con
el auxilio de los políticos, a veces fui timbero y otras despaché chinchulines
y parrilla criolla en bodegones montados a la orilla de establecimientos donde
trabajaba con todos los hombres mi único amor.
Viajamos
por agua.
Estuve
en Paraná, Corrientes, Misiones. Pasé a Santa Ana do Livramento, Río Grande do
Sul, San Pablo. En San Pablo, al expulsarme de la ciudad los carabineros, me
tiraron encima de un vagón de carga y me rompieron tres costillas. Pasamos a
Río de Janeiro, y Tacuara se inscribió en un prostíbulo de Laranyeiras. La casa
de piedra mostraba en el frontín un mosaico con la Virgen y el Niño, y bajo el
mosaico una lámpara eléctrica que iluminaba una garita abierta en la pared y
entrelazada de perpendiculares barras de hierro a la altura de la cintura. En
esta hornacina, tiesa como una estatua, de pie, Tacuara hacia cinco horas de
guardia. A través de las rejas los hombres que le apetecían podían tocarle las
carnes para constatar su dureza. En aquel barrio de mil prostitutas, y adornado
de palmas y Cirios los días de Pascua, un retén de gendarmes, armados de
carabinas, mantenían el orden para evitar que catangas y marineros se liaran a
cuchilladas.
Volvimos
a Buenos Aires.
Yo
extrañaba mi calle Corrientes, y ella su dormitorio con olor a naranjas en la
barrera de San Fernando y el dulce y monótono zumbido de las sierras de las
cajonerías para fruta del Delta.
Y
así, fui hundiéndome día tras día, hasta venir a recalar en este rincón de
Ambos Mundos. Aquí es donde nos reunimos Cipriano, Guillermito el Ladrón, Uña
de Oro, el Relojero y Pibe Repoyo.
Por
la noche llegan perezosamente hasta la mesa de junto a la vidriera, se sientan,
saludan de soslayo a la muchacha de la victrola, piden un café y en la posición
que se han sentado permanecen horas y más horas, mirando con expresión
desgarrada, por el vidrio, la gente que pasa.
En
el fondo de los ojos de estos ex hombres se diluye una niebla gris. Cada uno de
ellos ve en sí un misterio inexplicable, un nervio aún no clasificado, roto en
el mecanismo de la voluntad. Esto los convierte en muñecos de cuerda relajada,
y este relajamiento se traduce en el silencio que guardamos. Nadie aún lo ha
observado, pero hay días que entre cuatro apenas si pronunciamos veinte
palabras.
De
un modo o de otro hemos robado, algunos han llegado hasta el crimen; todos, sin
excepción, han destruido la vida de una mujer, y el silencio es el vaso
comunicante por el cual nuestra pesadilla de aburrimiento y angustia pasa de
alma a alma con roce oscuro. Esta sensación de aniquilamiento torvo, con las
muecas inconscientes que acompañan al recuerdo canalla, nos pone en el rostro
una máscara de fealdad cínica y dolorosa.
¡Y
qué prójimos los nuestros! ¡Qué historias las que pueden contar!
Por
ejemplo… el negro Cipriano:
Es
rechoncho como un ídolo de chocolate.
En
otros tiempos trabajó de cocinero en un prostíbulo. Cuenta, y orgullosamente,
que vestido de blanco le servia a una escogida concurrencia de rufianes y
macrós un congrio aderezado en una bandeja de plata.
Aunque
no lo diga, se enternece evocando los paisajes sonrosados.
Los
ojos se le humedecen e inundan de venitas de sangre, y bien se comprende:
siente nostalgia de los tiempos en que era confidente de la regenta. Ésta, con
las tetas volcadas entre las puntillas de su peinador, prostituía menores de
catorce años, para servirlas a la voracidad de terribles magistrados y
potentados ancianos. Luego secreteaba con Cipriano cuanto había ganado, y el
negro era feliz, se comprendía el hombre de confianza de la casa. No se llega
impunemente a estas alturas. Con los achocolatados párpados entreabiertos y las
quijadas apoyadas en los puños, Cipriano, como un yacaré que sueña con la
manigua, persigue con ojos amarillos fabulosas memorias, fiestas de traficantes
polacos y marselleses, rufianes grasientos como fardos de sebo, e implacables
como verdugos.
Estos
hombres tenían la piel del cogote más roja que el colodrillo de los pavos, y
ricitos de oro se escapaban por los agujeros de las narices y las orejas.
Despreciaban
profundamente los países donde medraban, les escupían en la cara a los
empleados de policía inferiores, y compraban a los jefes políticos con cheques
que firmaban guiñando un ojo socarronamente.
Cipriano
sabe muchas cosas, y cuando se le apura, confiesa que nada le agrada tanto como
violar a un muchachito, o acostarse con un marinero de la Martinica.
Y
sin embargo sonríe con la ingenuidad de un monstruo jovial.
Nadie,
viéndolo, pensaría que él, el cocinero de los prostíbulos, era además el
encargado de tatuarle con un látigo rayas moradas en las nalgas a las
prostitutas desobedientes. Cuando recuerda las mujeres que castigó, sonríe con
dulzura de hipopótamo resoplando agua y barro en el cañaveral de una manigua.
Y
más dulzura bondadosa encierra su sonrisa, al rememorar los menores que violó,
dramas de leonera, un chico maniatado por cinco ladrones que le apretaban
contra el suelo tapándole la boca, luego ese grito de entraña roto que sacude
como una descarga de voltaje el cuerpo sujetado… y la fila de hombres, que con
los pantalones sostenidos con una mano, aguardan turno, mientras que el cuerpo
del niño perforado por un dolor terrible se arquea y luego cae exánime.
Y
si alguien, para mofarse, le pregunta qué es lo que prefiere, una muchacha o un
ladroncito, Cipriano que se jacta de haber “desmayado grandes”, entrecierra los
ojos y hace rechinar los dientes. Como un cocodrilo adormilado en la marisma,
apetece la inmundicia, y sólo cuando está muy contento dice algunas palabras en
un dulce francés de la Martinica.
Por
otra parte es muy católico y siempre que pasa ante una iglesia se descubre
respetuosamente.
Tosiendo
penosamente se sienta algunas veces a nuestra mesa Angelito el Potrillo, ratero
y tuberculoso.
Tiene
treinta años de edad, de los cuales ha pasado diez en el cuadro quinto, cansado
de repetir siempre la misma infracción inexistente “portación de armas”
Lo
perdieron las malas juntas.
Cuando
se enoja tartamudea. Con la visera de la gorra hundida sobre los ojos se
sumerge en intrincados problemas de ajedrez, y se jacta de ser campeón de
damas, y aunque ello es verosímil, para expresar sus ideas utiliza un
procedimiento un poco absurdo. Por ejemplo, dice del Japonés, un ladrón oscuro
y feroz, que siempre encuentra laudables pretextos para desenvainar el
cuchillo:
-Es
como una niña.
Indudablemente,
resulta dificultoso comprender qué es lo que entiende por “una niña” Angelito
el Potrillo.
Cuando
Angelito está bien de salud y no se encuentra preso, desaparece durante un
tiempo de la ciudad en compañía del Japonés. Recorren el interior explotando el
cuento de “filo misho” y otros ardides más o menos sutiles, pues Angelito el
Potrillo no es como aquellos perdularios que no practican sino su especialidad,
sino que a él, “le da tanto un barrido como un fregado”.
Por
ahora Angelito está muy débil y no viaja.
Permanece
horas y horas con una sien apoyada en el vidrio, mirando hacia la calle, y los
pesquisas que pasan saben que él está enfermo, que no puede robar y no lo
detienen. Incluso algunos lo saludan y Angelito hace un gesto ahuecado en
sonrisa. Dice que “es un consuelo saber que se va a morir entre la
consideración de la gente correcta”. ¡No te diré como fui hundiéndome día tras
día!
Ahora
cada uno de nosotros lleva un recuerdo terrible que es una bazofia de tristeza.
Ayer… hoy .. mañana…
Hundiéndome
día tras día.
Cómo
explicar este fenómeno que deja libre la inteligencia, mientras los
sentimientos embadurnados de inmundicia nos aplastan más y más en toda
renunciación a la luz. Por eso la mala palabra nos muequea en la jeta, y para
cada rostro de mujer la mano se nos crispa en una tentación de cachetada,
porque junto a nosotros no se encuentra aquella, la preciosísima que nos
destrozó la vida en una encrucijada del tiempo que fue. ¿Para qué hablar? Si
todo lo dice el silencio de sombras que entolda el bar amarillo, donde se
inclinan las cabezas que ya no tienen esperanzas terrestres. Fieras enjauladas,
permanecemos tras los barrotes de los pensamientos residuos, y por eso es que
la sonrisa canalla se despega tan dificultosamente del semblante encolado en
una contracción de aburrimiento perrero.
Los
días son negros, las noches más encajonadas que calabozos.
A
veces pasa tu recuerdo por mi memoria como una estrella de siete puntas, y
Tacuara como si adivinara tu tránsito celeste por mi vida, me examina
rápidamente de pies a cabeza y me dice como si ella fuera mi igual:
-¿Qué
te pasa? ¿Te duele el corazón?
Su
ojo derecho se entrecierra casi, alarga el cuello, frunce los labios finos, y a
medias torcida como si hubiera quedado desfigurada por una hemiplejía, me
pregunta:
-¿Te
acordás de ella?
No
te diré cómo fui hundiéndome día tras día. Quizá ocurrió después del horrible
pecado. La verdad es que fui quedando aislado.
Caminaba
como antes por las calles, miraba los objetos que se exhiben en las vitrinas, y
hasta me detenía sorprendido frente a ciertas ingeniosidades de la industria,
mas la verdad es que estaba horriblemente solo.
Alguna
que otra vez sentía en mis mejillas el frío roce de un alma que me buscaba por
la tierra con su pobre pensamiento encadenado. Un escalofrío se descargaba
entonces a través de los intersticios de mis vértebras.
Luego
la noche del pensamiento caía sobre mí y estuve mucho tiempo sumergido en el
crepúsculo que ya no era terrestre, y tal como deben conocerlo aquellos que la
medicina clasifica con el nombre de idiotas profundos.
Llegué
así por descendimientos progresivos hasta la miseria de esta amistad
silenciosa, en la que los infaltables son Uña de Oro, el Pibe Repoyo y el
Relojero.
El
Relojero no habla nunca. A lo más sonríe melancólicamente. De vez en cuando le
suministra a su “señora” una paliza brutal, y si Guillermito el Ladrón le
pregunta por qué le pega, el Relojero se encoge de hombros, sonríe
dolorosamente y contesta después de rumiar largo rato su respuesta:
-Qué
sé yo. Será porque estoy aburrido.
Guillermito
cuida el físico, gasta reloj pulsera de oro, se da fomentos faciales y rayos
ultravioletas, pero en la frente tiene el croquis de una arruga rápida, crispación
que anticipa el gesto de echar la mano a la cintura para sacar el revólver y
resolver un asunto de vida o de muerte. Jamás ha robado en la ciudad, y siempre
conversa de instalar una timba. Aspira como yo lo fui en otros tiempos, a ser
dueño de un recreo con parrilla criolla, pero aún no dispone del necesario
capital y sus opiniones políticas no pueden ser más estúpidas.
Está
con Yrigoyen y la democracia.
Uña
de Oro seduce a las “loquitas” con su perfil de gavilán y los transparentes
ojos verdosos y la crueldad felina de sus maxilares que acompañan el impulso de
las sienes huidas hacia las orejas puntiagudas. Cuando está cansado apoya los
brazos en la mesa, agacha la cabeza y se duerme en la turbamulta del café, con
ronquido feroz
¿Es
necesario describir estas cosas simples, bestiales, primitivas?
Nos
comunicamos con el silencio. Un silencio que se descarga en la mirada o en una
inflexión de los labios respondiendo con un monosílabo a otro monosílabo. Cada
uno de nosotros está sumergido en un pasado oscuro donde los ojos de tanto
haber fijado, se han inmovilizado como los de cretinos que miran absurdamente
un rincón sucio.
¿Qué
miramos?
No
te lo podría decir. Sé que por donde he ido me he acordado de ti, y que llegué
a profundidades increíblemente tristes. Ahora mismo.. cierro los ojos, como Uña
de Oro cargo la frente sobre el dorso de las manos… pero no duermo. Pienso que
es triste no saber a quién matar.
De
pronto el choque del cubilete de los dados revienta en mis oídos como la
descarga de un revólver, levanto la cabeza y revuelvo una saliva de veneno. La
vida continúa siempre igual, adentro y afuera, y este silencio es una verdad,
un intervalo donde descansa nuestra expectativa de una mala noticia, ya que es
necesario aguardaría siempre, aguardaría siempre en el desconocido que entre
inopinadamente al café o en el temblequeo de la campanilla del teléfono.
Jugando
a los naipes o al dominó, volteando dados o una moneda, bajo la apariencia de
olvido persiste una constante tensión nerviosa, una especie de “alerta está”,
vigilancia inconsciente, sobresalto imperceptible que mueve permanentemente los
párpados y las pupilas, en un soslayar siniestro.
Ningún
desconocido al entrar a este café escapa a ese examen, tendido en invisible
abanico de noventa grados, sobre el círculo de los naipes o las geometrías
blancas y negras de las fichas de dominó.
Cuando
no se juega, los mentones descansan engastados en las palmas de las manos. El
cigarrillo se consume lentamente en el vértice de los labios y entonces… cuando
menos se espera aparece el sufrimiento sordo, una como nostalgia de las
entrañas que ignoran lo que quieren, arruga las frentes, ¡ah! cómo explicar
esta desesperación, nos lanzamos a la calle, vamos hacia los departamentos
donde nunca falta una atorranta con la cual acostarse, y desfogar babeando en
un mal sueño este dolor que no se sabe de dónde viene ni para qué.
Y
es que todos llevamos adentro un aburrimiento horrible, una mala palabra
retenida, un golpe que no sabe dónde descargarse, y si el Relojero la desencuaderna
a puntapiés a su mujer, es porque en la noche sucia de su pieza, el alma le
envasa un dolor que es como desazón de un nervio en un diente podrido.
Y
cuando este dolor, que ellos ignoran con qué palabras se puede nombrar, estalla
en un corazón, el que permanecía callado barbotea una injuria, y por resonancia
los otros también responden, y de pronto la mesa que hasta ese momento parecía
un círculo de dormidos se anima de injurias terribles y de odios sin razón, y
sin saber cómo surgen agravios antiguos y ofensas olvidadas. Y si no llegan a
las manos es porque nunca falta un comedido que interviene a tiempo y recuerda
con melifluo palabrerío las consecuencias de la gresca.
Una
fiesta que no hay dinero con qué pagarla, es la llegada de desconocidos y
amigos perdidos a la mesa. Vienen del interior. Han estado robando en
provincias. O purgando una pena en la cárcel. O estafando en los trenes. Pero,
tengan la cabeza rapada o melenuda, no importa: sus historias y su dinero bien
valen la acogida que se les hace; y entonces por un minuto el mozo se soflama.
Tal diversidad de bebidas solicitan los gaznates distintos. Una alegría
espantosa estalla en el interior de cada fiera, y siguiendo el impulso de una
vanidad inexplicable, de un orgullo demoníaco, se habla… Si se habla es de
cacerías de mujeres en el corazón de la ciudad, su persecución en los
clandestinos de extramuros donde se ocultan; si se habla, es de riñas con
bandas enemigas que las han raptado, de asaltos, de emboscadas, de robos,
escalamientos y fracturas. Si se habla es de viajes en transportes nacionales a
“la tierra”, si se habla es de la cárcel, de las eternas noches en la “berlina”
(calabozo triangular donde el detenido no puede acostarse ni sentarse), si se
habla es de los procedimientos de los jueces, de los políticos a quienes están
vendidos, de los pesquisas y sus ferocidades, de interrogatorios, careos,
indagatorias y reconstrucciones, si se habla es de castigos, dolores, torturas,
golpes sobre el rostro, puñetazos en el estómago, retorcimiento de testículos,
puntapiés en las tibias, dedos prensados, manos retorcidas, flagelaciones con
la goma, martillazo con la culata del revólver... si se habla es de mujeres
asesinadas, robadas, fugitivas, apaleadas...
Siempre
los mismos temas: el crimen, la venalidad, el castigo, la traición, la
ferocidad. Lentamente humean los cigarros. Cada frente crispa un mal recuerdo.
En una distancia Luego sobreviene el silencio. Los desconocidos se marchan
acompañados del camarada que los presentó.
Entonces
las miradas recorren las mesas próximas, se detienen en la muchacha que atiende
la victrola, estalla un comentario breve y cruel como un petardo, una sonrisa
fría encrespa algún labio, ya que se sabe con quién está por caer la
desgraciada, incluso el que la ronda ya ha anticipado el número de palizas que
le suministrará, un fósforo crepita al encenderse entre dos dedos y el humo
azulento sube despacio hacia el plafond.
¡Oh!
cuántas, cuántas cosas se cuentan en pocas palabras en estas interminables
noches negras
Una
vez es Guillermito, otras Uña de Oro. Uña de Oro, por ejemplo, cuenta cómo fue
que una vez le atravesó con un cortaplumas la palma de la mano a una mujer.
Ella
quería irse a vivir con él, y Uña le preguntó si estaba dispuesta a darle una
prueba de amor, y cuando la meretriz le preguntó en qué consistía la prueba de
amor, él le contestó: dejarse atravesar la mano con un cuchillo, y como ella
accedió, le clavó la mano en la tabla de la mesa.
Relatos
de esta índole son frecuentes, pero para qué criticar las ferocidades inútiles.
Todos estamos conscientes que en un momento dado de nuestras vidas, por
aburrimiento o angustia, seremos capaces de cometer un acto infinitamente más
bellaco que el que no condenamos. A decir la verdad, aploma a nuestras
conciencias un sentimiento implacable, quizá la misma fiera voluntad que
encrespa a las bestias carniceras en sus cubiles de los bosques y las montañas.
Además,
conocemos muchas tristezas que ni el mismo naipe es capaz de disolver, hastíos
semejantes a chalecos de fuerza ciñen nuestros instintos hasta el día que
caigamos bajo el cuchillo de un enemigo, o la bala de alguien que hace mucho
tiempo nos está esperando entre las tinieblas. Porque a cada uno de nosotros,
lo espera alguien.
Después
de haber vivido de esta manera, es lógico estar colmado de un silencio tan
hosco, mudez de fiera que ha recibido de la vida una fuerza maldita, utilizable
sólo en los bajíos del mal.
Ahora
en la mesa del café, bajo las luces amarillas, blancas y azules, el silencio
constituye un reposo. Tenemos necesidad de un poco de descanso, para que se
asienten nuestras infamias calladas, nuestros crímenes flojos.
La
música retoba el aburrimiento
Un
tango antiguo nos recuerda un momento carcelario, otros la noche del hallazgo
de una mujer, otros un instante terrible de cuando andábamos en la mala.
Si
el tango se hace bronco, un espasmo nos retuerce el alma. Se recuerda entonces
el placer rojo y terrible de aplastarle a puñetazos la cara a una mujer, o
también el goce de bailar trenzados con una hembra esquiva en una milonga
asesina, o también el primer dinero que nos dio la mujer que nos inició en la
vida, billete de diez pesos que ella sacó de la liga y que nosotros recibimos
con alegría temblorosa porque ese dinero lo había ganado acostándose con otros.
Lloro
de bandoneones que lo despeina a uno en dulces recuerdos, primeras emociones
agridulces de vida de cafishio: la mujer que va por la calle con un hombre; la
mujer que ríe en la mesa acompañada de tres hombres, sensación de procacidad y
ráfaga; la mujer que durante la noche ha hecho la recorrida del café y la pieza
del brazo de clientes que pasaban ante los ojos, emoción que colma la
expectativa de algunas palabras susurradas subrepticiamente: “Esperá un
momento, querido, que pronto me desocupo”.
El
tango nos empenacha el alma del recuerdo de primitivas alegrías: la mujer de
todos pavoneándose en compañía de aquel a quien le regala su dinero, la gente
mirándonos al pasar, los giles asombrándose de las pornografías de la
conversación, las tenidas en las piezas de las amigas, las presentaciones de
rigor: "Le presento a mi marido".
Tardes
de lluvia desperdigadas entre largas rondas de mate, la victrola en un rincón,
la bandeja de masas arrumbada entre tarros de gomina. Si la mujer hace la
calle, la reglamentaria despedida a las cuatro, el "hasta luego
querido", el “tené cuidado con los tiras, nena” y la mujer que en el
instante de la despedida siempre tiene un gesto raro, casi doloroso al
principio en el oficio y que mediante un esfuerzo de voluntad recubre su rostro
de una máscara de impasibilidad convirtiéndose instantáneamente en otra,
mezclándose a los transeúntes con el tardo paso de la yiranta. Inmediatamente a
uno le cruza la mente esta preocupación: "En fija la encanan hoy" o
"¿No será la última vez que la veo hoy?"
Por
eso, cuando en el silencio que guardamos junto a la mesa de café, repiquetea el
timbre del teléfono, un sobresalto nos mueve las cabezas, y si no es para
nosotros, bajo las luces blancas, bermejas o azules, Uña de Oro bosteza y Guillermito
el Ladrón barbota una injuria, y una negrura que ni las mismas calles más
negras tienen en sus profundidades de barro, se nos entra a los ojos, mientras
tras el espesor de la vidriera que da a la calle pasan mujeres honradas del
brazo de hombres honrados.
Roberto Arlt, entre otras obras,
escribió: El jorobadito; Saverio el cruel; Los siete locos; Los
lanzallamas; El juguete rabioso; El amor brujo; El criador de gorilas;
Aguafuertes porteñas; Aguafuertes españolas; El fabricante de fantasmas.