He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera historia del monje Sosistrato:
—Quien no ha pasado alguna vez por el
monasterio de San Sabas, diga que no conoce la desolación. Imaginaos un
antiquísimo edificio situado sobre el Jordán, cuyas aguas saturadas de arena
amarillenta, se deslizan ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre
bosquecillos de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda aquella comarca no hay
más que una palmera cuya copa sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad
infinita, sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómadas que
trasladan sus rebaños; un silencio colosal que parece bajar de las montañas
cuya eminencia amuralla el horizonte. Cuando sopla el viento del desierto,
llueve arena impalpable; cuando el viento es del lago, todas las plantas quedan
cubiertas de sal. El ocaso y la aurora se confunden en una misma tristeza. Sólo
aquellos que deben expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades. En
el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes que no son ya más que
cinco, y todos por lo menos sexagenarios, ofrecen al peregrino una modesta
colación de dátiles fritos, uvas, aguas del río y algunas veces vino de
palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus vecinas los respetan
porque son buenos médicos. Cuando muere alguno, le sepultan en las cuevas que
hay debajo a la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora
parejas de palomas azules, amigas del convento; antes, hace ya muchos años,
habitaron en ellas los primeros anacoretas, uno de los cuales fue el monje
Sosistrato cuya historia he prometido contaros. Ayúdeme nuestra Señora del
Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que vais a oír me lo refirió
palabra por palabra el hermano Porfirio, que ahora está sepultado en una de las
cuevas de San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años en la virtud
y la penitencia. Dios le haya acogido en su gracia. Amén.
Sosistrato era un monje armenio, que había
resuelto pasar su vida en la soledad con varios jóvenes compañeros suyos de
vida mundana, recién convertidos a la religión del crucificado. Pertenecía,
pues, a la fuerte raza de los estilitas. Después de largo vagar por el
desierto, encontraron un día las cavernas de que os he hablado y se instalaron
en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una pequeña hortaliza que
cultivaban en común, bastaban para llenar sus necesidades. Pasaban los días
orando y meditando. De aquellas grutas surgían columnas de plegarias, que
contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los cielos próxima a
desplomarse sobre los pecados del mundo. El sacrificio de aquellos desterrados,
que ofrecían diariamente la maceración de sus carnes y la pena de sus ayunos a
la justa ira de Dios, para aplacarla, evitó muchas pestes, guerras y
terremotos. Esto no lo saben los impíos que ríen con ligereza de las
penitencias de los cenobitas. Y sin embargo, los sacrificios y oraciones de los
justos son las claves del techo del universo.
Al cabo de treinta años de austeridad y
silencio, Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad. El demonio,
vencido, aullaba de impotencia bajo el pie de los santos monjes. Estos fueron
acabando sus vidas uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó solo.
Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto casi transparente. Oraba
arrodillado quince horas diarias, y tenía revelaciones. Dos palomas amigas
traíanle cada tarde algunos granos de granada y se los daban a comer con el
pico. Nada más que de eso vivía; en cambio olía bien como un jazminero por la
tarde. Cada año, el viernes doloroso, encontraba al despertar, en la cabecera
de su lecho de ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas especies
comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables. Jamás se le ocurrió pensar de
dónde vendría aquello, pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y
aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a la bienaventuranza,
continuaba soportando sus años. Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante
había pasado por allí.
Pero una mañana, mientras el monje rezaba
con sus palomas, éstas asustadas de pronto, echaron a volar abandonándole. Un
peregrino acababa de llegar a la entrada de la caverna. Sosistrato, después de
saludarle con santas palabras, le invitó a reposar indicándole un cántaro de
agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si estuviese anonadado de
fatiga; y después de consumir un puñado de frutas secas que extrajo de su
alforja, oró en compañía del monje.
Transcurrieron siete días. El caminante
refirió su peregrinación desde Cesarea a las orillas del Mar Muerto, terminando
la narración con una historia que preocupó a Sosistrato.
—He visto los cadáveres de las ciudades
malditas —dijo una noche a su huésped—. He mirado humear el mar como una
hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada
esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la
he visto sudar al sol del mediodía.
—Cosa parecida cuenta Juvencus en su
tratado De Sodoma —dijo en voz baja Sosistrato.
—Sí, conozco el pasaje añadió el
peregrino—. Algo más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la
esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer. Yo he pensado que sería
obra de caridad libertarla de su condena…
—Es la justicia de Dios —exclamó el
solitario.
—¿No vino Cristo a redimir también con su
sacrificio los pecados del antiguo mundo? -replicó suavemente el viajero que
parecía docto en letras sagradas-. ¿Acaso el bautismo no lava igualmente el
pecado contra la Ley que el pecado contra el Evangelio?…
Después de estas palabras, ambos se
entregaron al sueño. Fue aquélla la última noche que pasaron juntos. Al
siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la bendición de
Sosistrato, y no necesito deciros que, a pesar de sus buenas apariencias, aquel
fingido peregrino era Satán en persona.
El proyecto del maligno fue sutil. Una
preocupación tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo. ¡Bautizar
la estatua de sal, liberar de su suplicio aquel espíritu encadenado! La caridad
lo exigía, la razón argumentaba. En esta lucha transcurrieron meses, hasta que
por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció en sueños y le ordenó
ejecutar el acto.
Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la
mañana del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando el
Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no era larga, pero sus piernas
cansadas apenas podían sostenerle. Así marchó durante dos días. Las fieles
palomas continuaban alimentándole como de ordinario, y él rezaba mucho,
profundamente, pues aquella resolución afligíale en extremo. Por fin, cuando
sus pies iban a faltarle, las montañas se abrieron y el lago apareció.
Los esqueletos de las ciudades destruidas
iban poco a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas, era todo lo que
restaba ya: trozos de arcos, hileras de adobes carcomidos por la sal y
cimentados en betún… El monje reparó apenas en semejantes restos, que procuró
evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto. De repente, todo su
viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir hacia el sur, fuera ya de los
escombros, en un recodo de las montañas desde el cual apenas se los percibía,
la silueta de la estatua.
Bajo su manto petrificado que el tiempo
había roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba con límpida
incandescencia, calcinando las rocas, haciendo espejear la capa salobre que
cubría las hojas de los terebintos. Aquellos arbustos, bajo la reverberación
meridiana, parecían de plata. En el cielo no había una sola nube. Las aguas
amargas dormían en su característica inmovilidad. Cuando el viento soplaba,
podía escucharse en ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los
espectros de las ciudades.
Sosistrato se aproximó a la estatua. El
viajero había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro. Aquellos ojos
blancos, aquellos labios blancos, estaban completamente inmóviles bajo la
invasión de la piedra, en el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de
aquella roca. ¡El sol la quemaba con tenacidad implacable, siempre igual desde
hacía miles de años, y sin embargo, esa efigie estaba viva puesto que sudaba!
Semejante sueño resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de
Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama de carne y de peñasco.
¿No era temeridad el intento de turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la
mujer maldita sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el misterio
es una locura criminal, tal vez una tentación del infierno. Sosistrato, lleno
de congoja, se arrodilló a orar en la sombra de un bosquecillo…
Cómo se verificó el acto, no os lo voy a
decir. Sabed únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre la estatua,
la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del solitario apareció una mujer,
vieja como la eternidad, envuelta en andrajos terribles, de una lividez de
ceniza, flaca y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al
demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición. Era el pueblo réprobo
lo que se levantaba en ella. ¡Esos ojos vieron la combustión de los azufres
llovidos por la cólera divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos
estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; esos pies hollaron las
cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa mujer le habló con su voz
antigua. Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del incendio, una sensación
tenebrosa despertada a la vista de aquel mar. Su alma estaba vestida de
confusión. Había dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría sin
saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese monje acababa de
salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en su visión reciente. Y el mar… el
incendio… la catástrofe… las ciudades ardidas… todo aquello se desvanecía en
una clarividente visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues. ¡Y era el
monje quien la había salvado! Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja
incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse en él, como si el
viento de fuego hubiera barrido su alma. Y sólo este convencimiento ocupaba su
conciencia: ¡la mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas.
Púrpuras de incendio manchaban el horizonte. Los días trágicos revivían en
aquel aparato de llamaradas. Era como una resurrección del castigo,
reflejándose por segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato
acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había sido actor en la
catástrofe. Y esa mujer… ¡esa mujer le era conocida!
Entonces un ansia espantosa le quemó las
carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:
—Mujer, respóndeme una sola palabra.
—Habla… pregunta…
—¿Responderás?
—Sí, habla; ¡me has salvado!
Los ojos del anacoreta brillaron, como si
en ellos se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.
—Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se
volvió para mirar.
Una voz anudada de angustia, le respondió:
Oh, no… ¡Por Elohim, no quieras saberlo!
—¡Dime qué viste!
—No… no… ¡Sería el abismo!
—Yo quiero el abismo.
—Es la muerte…
—¡Dime qué viste!
—¡No puedo… no quiero!
—Yo te he salvado.
—No… no…
El sol acababa de ponerse.
—¡Habla!
La mujer se aproximó. Su voz parecía
cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando.
¡Por las cenizas de tus padres!…
—¡Habla!
Entonces aquel espectro aproximó su boca
al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado,
sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma
Leopoldo Lugones, entre otras obras, escribió: El
payador; Estudios helénicos; Roca, Historia de Sarmiento; El imperio jesuítico;
La organización de la paz; El ángel de la sombra; La guerra gaucha; Las fuerzas
extrañas; Cuentos fatales; Romances del Río Seco; Lunario sentimental; Las
montañas de oro; Los crepúsculos del jardín; Romancero.