Ángela Pradelli: Timote


En 1970 yo tenía once años, mis padres acababan de separarse y en casa atravesábamos el temblor que dejan casi siempre las rupturas. Aquel año, cuando sólo faltaban dos días para las vacaciones de invierno, Teresa, una mujer pelirroja que venía dos veces por semana a limpiar y planchar algo de ropa, me preguntó si quería ir con ella a pasar unos días a casa de sus parientes. ¿Dónde viven?, le pregunté. En Timote, me contestó. Durante el mes anterior, de la noche a la mañana, Timote había pasado del anonimato a la fama cuando los diarios, la televisión y la radio dieron la noticia de que el General Pedro Eugenio Aramburu había sido fusilado en esa localidad por un grupo de Montoneros. Es verdad que los primeros días de junio cuando se supo la noticia nadie sabía ni siquiera dónde quedaba Timote, pero en pocas horas, su nombre trascendía no sólo en los discursos sociales sino también en casi todas las conversaciones familiares. Tomamos el tren a Timote el primer día de las vacaciones de invierno. Teresa acomodó nuestros bolsos en el portaequipaje y se sentó en el asiento del pasillo para que yo pudiera mirar por la ventanilla. Llegamos una tarde muy fría pero de sol y mientras caminábamos por la calle de tierra que corría paralela a las vías del ferrocarril vimos varios autos que iban en nuestra misma dirección. “Seguro que van a ver la casa en la que mataron a Aramburu”, dijo Teresa. La construcción era en realidad un casco de estancia que quedaba justo enfrente de la casa en la que vivían los parientes de Teresa, una casa de techos bajos, que no tenía ni luz ni gas. Durante los días que estuvimos en Timote, a toda hora, veíamos desfilar autos por el frente de la casa. Venían de los pueblos vecinos aunque es cierto que muchos viajaban también especialmente desde Buenos Aires. Todos querían acercarse al lugar del fusilamiento. Algunos la llamaban la casa de los Montoneros. Otros en cambio le decían la casa de Aramburu. Casi todos estacionaban, se bajaban y permanecían allí diez o quince minutos. Desde enfrente los veíamos recorrer de punta a punta todo el ancho de los terrenos donde se emplazaba la estancia. Sólo unos pocos se atrevían a saltar el alambre y pasar del otro lado. Pero, de un lado o del otro, de adentro o de afuera, todos conjeturaban y sacaban conclusiones. Que este sería el portón por donde los Montoneros habían entrado con Aramburu en el auto. Que el juicio se habría llevado a cabo en la habitación que daba al frente, que sería probablemente la sala principal. Que a Aramburu lo habrían matado aquí, decía uno señalando una ventana que daba al oeste. No, contestaba alguien desde la otra punta, habrá sido acá. Afirmaban también que el sótano donde lo habían encontrado ocuparía buena parte de la construcción y que probablemente los Montoneros habrían comprado en el pueblo las bolsas de cal bajo las cuales se encontró luego el cuerpo del general. Que no, decían otros, que las bolsas estarían en la casa, que tal vez hubiesen sobrado de alguna refacción. Pero la mayoría aseguraba que la cal la habían hecho traer los guerrilleros desde Carlos Tejedor, una localidad que es cabeza de partido y donde había un corralón grande de materiales para la construcción. Muchos, pero recién cuando ya habían agotado las especulaciones sobre cómo habían ocurrido los hechos, cruzaban la calle de tierra para preguntarle a los parientes de Teresa si habían oído el disparo del fusilamiento. Algunos preguntaban también si habían visto a los Montoneros entrando y saliendo de la estancia durante los días que duró el secuestro, o comprando comestibles en los negocios cercanos a la estación. Querían saber también si los guerrilleros saludaban a los vecinos y hasta si ponían música en la estancia. Los más desconfiados preguntaban si desde allí enfrente nunca habían notado ningún movimiento sospechoso y que cómo podía ser que no hubiesen oído el tiro viviendo tan cerca. El jueves fue Teresa misma la que les preguntó a sus parientes por el disparo. Era un día frío y nublado, y estábamos en la cocina esperando que se calentara un fuentón con agua para el baño. ¿Pero ustedes oyeron o no el disparo?, les preguntó Teresa acomodándose la melena pelirroja. Teníamos pensado quedarnos en Timote más de una semana pero esa tarde Teresa decidió que nos volvíamos a Buenos Aires y me pidió que la acompañara a la estación a comprar los boletos de tren para regresar al día siguiente. Esa última noche en Timote, en la oscuridad de aquella casa fría, me desperté a la madrugada por un estampido que sin embargo nadie más pareció oír a juzgar por la quietud y el silencio del resto. Ya en Buenos Aires, durante varios meses, en la mitad de la noche, me despertaba de un sobresalto porque oía un disparo que sonaba en el centro de mi cabeza. Después ya no podía volver a dormirme hasta que empezara a amanecer, por el miedo y porque sabía que el tiro no había venido de un sueño.


Ángela Pradelli, entre otras obras, escribió: Amigas mías; Las cosas ocultas; El lugar del padre; Turdera.