Era un hombre simple, tímido, irresoluto, y bastaba verlo para saber que tenía un corazón de oro. Pero los empleados del ministerio envidiaban su importantísimo puesto y tejían intrigas, inútiles por lo más, para arrebatarle el favor del Jefe.
Maravillas
era el secretario Privado del Primer Ministro, su consejero; su confidente,
mejor dicho. Maravillas era la sombra del gran hombre y, cuando aquel lo
concurría a su despacho, se pasaba sentado frente a la puerta aguardando.
Su
sobrenombre-mote de infancia- explicaba singularmente su destino. Maravillas
había sido condiscípulo del dictador y había ganado, en aquellos tiempos, ese
aprecio y esa confianza que no habían disminuido ni las separaciones ni los
años.
Pero
la verdad es que Maravillas cumplía su deber como ninguno.
-¡Hombre!
-gustaba exclamar el dictador cuando llegaba al ministerio.
-
¿Ya estas aquí?¡Vamos! Tenemos mucho trabajo.
Esto
significaba que el Jefe desaparecería en su despacho por muchas horas,
preservándose de los importunos con unos cerrojos imponentes que al correrse,
daban la impresión dela perfecta impunidad.
Dentro
del despacho, el Jefe había impuesto su clima violento y grandilocuente. Un
salón inmenso cuyos muros de mármol siempre parecían empapados por secretas
segregaciones. Ventanales altos, medievales, abiertos con cortinas oscuras y
pesadas. Por todo moblaje, fuera de algunas bibliotecas, una inmensa mesa de
trabajo, un sillón y una banqueta pequeña con algo de trasto de portería. En
esta se sentaba Maravillas cuando el dictador ocupaba su tronoA ese recinto no
llegaba un rumor. En cambio, si una voz fuerte sonaba en sus extremos, retumbaba
en ecos sucesivos. Se decía que el Jefe usaba el eco para impresionara los
extranjeros, pero lo cierto era que muchas veces, el mismo temblaba al sentir
como su voz - ¡tan rica! - se repetía luego cascada y muerta.
-¡Maravillas!¡Los
cerrojos!
El
secretario tenía orden de revisar las puertas antes de comenzar el trabajo. Y
luego hacia la luz, corriendo un poco los cortinones. Mientras tanto el Jefe se
acomodaba en el sillón.
Maravillas
cumplía la tarea con pasos menudos y tranquilos. Esa paz que respiraba el
servidor era como un sedante para los nervios del Ministro. Porque, a pesar de
llevar años en el poder, nunca podía alejar de sí el temor de que algún intruso
lo estuviera espiando. Maravillas se acercaba a la mesa y el dictador sonreía.
-¡Comencemos!
"Comencemos...",
decía el eco. Y se iniciaba ese juego misterioso que absorbía por iguala Jefe y
empleado.
Sobre
aquella inmensa mesa yacían unas cincuenta madejas de hilo, todas anudadas y
retorcidas. En parte, los hilos caían al pie de la mesa formando como un signo
de cábala sobre la alfombra roja y dorada. Los extremos de la inverosímil
madeja pasaban sobre el escritorio y caían a su vez a espalda del sillón.
Esa
absurda confusión de hilos, ovillos y madejas encerraba el destino de un
Estado.
Cuando
el Jefe daba la voz, Maravillas estaba de pie. Sus ojos azules permanecían
clavados en las manos del dictador mientras este, con un cierto temblor,
comenzaba a tirar simultáneamente de muchos cabos.
Las
madejas cobraban unos movimientos de serpiente y, poco a poco, dejaban pasar
los hilos.El Jefe empezaba actuando con suavidad, pero pronto alcanzaba un
movimiento rítmico y audaz.
-¡Maravillas!-gritaba
el Jefe angustiado. -¡Cuidado! ¡Los ingleses!
Y
nadie hubiese sospechado tanta agilidad en aquel hombre servil y tranquilo. Con
toda rapidez se lanzaba sobre la mesa y con dedos febriles solucionaba algún
enredo entre los ovillos. Durante un segundo, ambos hombres vivían un tiempo
largo como un siglo. Pero cuando el Jefe comprobaba que todo seguía bien,
suspiraba desahogándose, y Maravillas, lleno de felicidad, se sentaba a
descansar en su banqueta.
Como
las interrupciones no eran frecuentes, el secretario solía abandonarse a
pensamientos queridos. Pensaba en su mujer, en su adorable
bomboncito.Maravillas tenía por esposa a una paloma de campo, arrulladora,
hacendosa y limpia, y el amor desbordaba en su hogar. Además, se admiraban
mutuamente y sus conversaciones siempre asumían ese tono de alabanza que hace
tan felices a las mujeres y a los hombres.
-¡Como
has hecho mujercita, para lograr ese budín? ¡Parece la cúpula de la catedral!
La
esposa sonreía modestamente.
-Agua
y harina, fuego lento y nada más. ¿Cómo puedes asombrarte de esta tontería, tú,
que cumples el trabajo más difícil del mundo?
Y
ahora Maravillas sonreía.
-Mi
empleo es sencillo, mujercita.
Pero
la mujer, con los ojos brillantes de emoción, arrimaba su silla insistiendo:
-Dime,
¿cómo haces para conocer por su nombre a los hilos?
Maravillas
demoraba en explicarse. El asombro de su esposa planteaba otro asombro en su
corazón.
-No
sé -respondía por fin.
Yo
adivino todo en los ojos de Su Excelencia... Cuando estoy solo no sé nada...
Sírveme otra tajada del budín... Pero, ¿cómo has hecho para que suba tanto?
A esta
altura de sus sueños -porque todo era recuerdo del empleado- el Jefe lo
palmeaba.
-Hemos
terminado por hoy, Maravillas.
Y
como siempre se levantaba satisfecho, una vez le preguntó de pronto, conmovido
por la eficacia del secretario:
-¿Cuándo
vas a tener un hijo, Maravillas?
-¡Oh!
¡Jefe!¡Usted adivina! Dentro de tres meses. Paloma esta embarazada.
-Seré
su padrino- dijo el Ministro-. Y el darás mi nombre de batalla: ¡Petrus!
Maravillas
le toma la mana y la besa. El superior 10 deja hacer, sonriendo.
Transcurrieron
los tres meses señalados. Paloma paría un chiquitín robusto y Maravillas pudo
llevar en brazos a su heredero.
-¡Ya
nació Petrus, Excelencia! -dijo feliz cuando llegó al despacho.
Pero
el dictador pareció no oírlo. Últimamente, los negocios no marchaban. Las
gentes andaban sublevadas y cada telegrama que llegaba al palacio anunciaba una
revuelta, muchas muertes y, lo que es peor, que no se podía hacer nada.
-¡Excelencia!¡Nació
Petrus!
-¡Ah!
- dijo por fin. - ¿Tu hijo? ¡No digas!
-Paloma
está feliz, Excelencia, y lo espera.
-Pues
iré a tu casa muy pronto. ¡Dile que atienda a que no me mee cuando vaya!
Rió
de su broma y la tos lo atragantó. Maravillas se apartó respetuosamente y
corrió los cerrojos.
-¿Y
qué vamos a hacer con tu hijo? -dijo el dictador reponiéndose.
-¡Excelencia,
será un buen campesino!
-¡No,
hombre!¿Qué estás diciendo? Tu hijo vendrá a palacio a reemplazarte cuando tú
estés viejo. Y vendrá para ayudar a mi hijo cuando yo este muerto.
Maravillas
no respondió.
-¡Comencemos!
Y
otra vez se inició el juego misterioso. Los hilos corrieron sobre la mesa en
tanto el secretario permanecía atento a la voz del superior. Todo andaba bien.
Maravillas
entrecerró los ojos y pensó en su mujer, en su casa y en Petrus, el heredero. Paloma,
el budín y las catedrales. Sonrió en sus sueños. Y de pronto, sin tener dominio
sobre su voz, sintió que decía:
-¡Excelencia¡
¿Porqué no ha de ser campesino?
El
Jefe saltó en el asiento.
-¿Cómo?
Era
la primera vez en su vida que el empleado lo interrumpía en el trabajo.
-¡Maravillas!-dijo
secamente. Pero después fue un grito: -¡Maravillas!¡Las colonias!
Maravillas
pensaba en Petrus.
-¡Las
colonias! ¡Los empréstitos! ¡El inglés! ¡No oyes?
Maravillas
se lanzó sobre la mesa, aturdido, desesperado. Metió la mano entre los hilos y
confundió aun más las madejas.
-¡El
inglés!-gritó el dictador, ya ronco. Y cerró los ojos.
Cuando
el secretario recobró su voluntad, miró al Jefe y no vio nada.
-¡Excelencia!¡Los
ojos!
Pero
el dictador daba manotones furiosos y los hilos le subían por el pecho como
serpientes.-¡Los ojos!
Maravillas
corrió hacia las puertas, y no había alcanzado a abrirlas cuando volvió
tropezando. Los hilos habían cubierto la cara del Jefe y le envolvían la
garganta. Con las manos crispadas, apartó los cabos. Era tarde. El rostro del
dictador estaba amoratado y por su nariz corría la sangre.
-¡Jefe!
-gritó el pobre hombre, cayendo de rodillas.
Y
desde el suelo, advirtió con espanto que los hilos trepaban solos, se enredaban
y cubrían el cadáver del gran hombre.
Afuera,
pegados a la puerta, los empleados, espantados, escuchaban.
poeta,
periodista y dramaturgo. Tuvo varios oficios para ganarse la vida y se radicó
en la costa durante gran parte de su vida. En sus libros, incorporó elementos y
personajes de la ribera. Ganó el Premio Municipal de Literatura y, en forma
póstuma, el Premio Nacional de Letras, en 1968.
Entre
sus obras, se encuentran; En la ribera; Los que se van; El agua; La
tierra de bien-te-veo; Cuentos completos.