El viernes 10 de abril de 1959 Ernesto Savid se sintió perturbado por la lectura de la revista Radiolandia y por la noticia del casamiento de un actor. No había dormido la noche anterior y ya por la mañana había decidido ir al cine Colonial, en Avellaneda; quería ver una película de ficción llamada Rodán.
Era
un día nublado y había viento. A la tarde comenzó a lloviznar. Ernesto llegó al
cine y entró en la mitad de la primera película; se sentó al lado de un
jovencito y por accidente se tocaron bruscamente las piernas. En el intervalo,
Ernesto buscó bastante, casi desesperado. Fue al baño. En el hall del cine vio
a un muchachito delgado, con una cara extraña, oriental; como un soldado asirio
o babilónico o un esclavo al servicio del rey. Pero luego, no lo pudo
encontrar. Cambió de sitio en el cine y fue a sentarse al lado de uno que
parecía joven, con la cara picada de viruelas y un zurrón con ropa que apoyaba
sobre los muslos. Ernesto le rozó un poco las piernas pero el otro no atendía;
luego hablaron, comentando la película. En el intervalo, el otro se levantó y
se fue.
Luego
Ernesto vio Rodán: una especie de pájaro prehistórico que vuela a velocidad
supersónica y destroza ciudades enteras; finalmente muere en la erupción de un
volcán.
Cuando
terminó la película Ernesto vaciló un poco y salió del cine. Eran las 19 y 30.
¿Qué hacer? Tenía sueño pero también una atención vigilante. Pensó ir a Lanús.
Caminó hasta la esquina de las avenidas Mitre y Pavón; había mucha gente a esa
hora en Avellaneda.
En
la esquina, Ernesto vio a un grupo de estudiantes secundarios que habían salido
de un colegio cercano y esperaban para tomar algún vehículo. Se acercó con
disimulo para verlos de cerca y escuchar la conversación. Al rato llegó un
amigo de ellos al que llamaron Alberto; este había faltado a la clase del día y
ahora venía a reunirse con sus compañeros. Era morocho, flaco y tenía un saco
sport grueso de un tostado suave, remera roja y blue jeans. Luego llegó una
muchacha rubia que tenía que encontrarse con él y se fueron los dos juntos. Él
era vivaz y afable; había comprado un paquete de cigarrillos en un kiosco
cercano. Ernesto quiso gritarle: “¡Alberto!”, cuando se iba, con un pasito
saltarín. Ya tenía novia; ya iría a algún club a bailar; viviría por cuánto
tiempo en ese pueblo. Hoy, desde luego, viernes, no había ido al colegio. Sus
travesuras de adolescente de 18 años. Ernesto, el ocioso, el inútil, lo miraba.
Hasta el lunes Alberto no volvería al colegio. Era un joven estudiante con
padres; tendrá algún hermano, con el que se verán en ropa interior. Ya habrá
descubierto su sexo dentro de sí; ya sabrá que lleva el Mal ahí. Ya recurrirá a
los preservativos que talleres secretos fabrican para él, para sus necesidades,
para que se cuide de sí. Era sensible e inquieto. Ernesto podría apoyar sobre
esa espalda juvenil sus manos húmedas, hinchadas, venosas y arrancarlo de esas
calles y hacer estallar ese futuro.
Ernesto
volvió a observar a los estudiantes que seguían en la esquina; conversaban
sonriendo y con ademanes desenvueltos y enérgicos. Se quedó inmóvil,
mirándolos. ¡Dios mío! Ya tenían ese aspecto de reproductores. Cuando se pongan
a engendrar… ¿cómo impedirlo?
En
vez de viajar hasta Lanús, Ernesto decidió ir a Constitución, caminando por la
calle Montes de Oca. Cruzó el puente sobre el Riachuelo y pasó junto a los
depósitos y las fábricas; era un paraje solitario. Pensaba en la novia de ese
estudiante. Era una muchacha hermosa y, quizá, alegre. Seguramente se
ruborizaría con facilidad y además soñaría con los momentos en que se
encontrase llena de él. También Ernesto llegaría a tener una mujer; algún día y
después de varios años aceptaría para él una muchacha flaca y casi sin pechos
que se dejara poseer con indiferencia.
Tomó
por la calle Montes de Oca y caminó con lentitud. Sentía deseos sexuales muy
fuertes. Eso le sucedía por haberse quedado tantos días en su casa; cuando
volvía a salir, todo se le caía de nuevo encima de la cabeza. Ahora estaba
indefenso y asustado por esos pensamientos. La falta de sueño también lo
debilitaba.
Ernesto
entró al hall de la estación de Constitución por la puerta de la calle General
Hornos; eran las 20 y 40. Caminó un poco; entre la gran cantidad de hombres que
llenaban el lugar vio dos o tres rostros que le parecieron atractivos; fue al
baño y luego volvió al hall. Entonces descubrió a un muchachito moreno, que
hablaba con otro. Vestía una campera de cuero amarillo, camisa desprendida en
el cuello, blue jeans, medias negras y mocasines castaños; sonreía ampliamente.
Ernesto dio una vuelta y regresó. Ahora el chico estaba solo. Ernesto lo
observó y el otro siguió la mirada, dando un pequeño giro. Ernesto se
sobresaltó y se apartó, yendo hasta la pequeña locomotora de juguete encerrada
en una caja de vidrio. El chico se le acercó y echó una moneda e hizo funcionar
el aparato. En seguida, encendió un cigarrillo y miró a Ernesto; este sacó a su
vez un cigarrillo pero no se atrevió a pedirle fuego. El morochito, entonces,
dio media vuelta y se fue; se miraron una vez más a través del vidrio de la
pequeña locomotora.
Ernesto
lo siguió hasta que llegaron a la salida de la calle General Hornos; allí el
chico habló por teléfono. Ernesto lo esperó. Luego aquel volvió y fue hasta el
bar, donde tomó un jugo de frutas. Salió, dio unos pasos y se detuvo junto a
una balanza automática. Ernesto se quedó a un costado; el morochito miró a su
alrededor y se dio cuenta nuevamente de la presencia de Ernesto. Otra vez
encendió un cigarrillo. Entonces Ernesto se acercó y le pidió fuego. En ese
instante apareció un viejo que se puso a mirarlos. Ernesto pasó al otro lado
del morochito y murmuró: “Ese viejo está mirando”. El morochito, con todo
aplomo, se volvió al viejo y dijo en voz alta: “¿Qué pasa?”. El viejo alzó las
cejas, asombrado y se sonrojó; comenzó a mirar distraídamente una estantería de
artículos para el hogar y luego desapareció. El chico dijo: “Me molesta que me
estudien. Sean policías o no, que vengan a hablarme”.
Siguieron
hablando y el chico le contó que había estado en Mar del Plata, vendiendo café
helado en la playa, pero que la vida le resultaba muy cara; el hotel y la
comida eran costosos. A la noche, caminaba alrededor del Casino y de las
confiterías de lujo pero no tenía suerte y por último tuvo que volverse. Era
santafecino. Había trabajado en La Plata y en Balcarce. Ernesto pensó que era
como un reserito moderno, un pequeño aventurero. Ya que lo había conseguido,
quería sacarlo de la estación de ferrocarril. Además, temía que algún conocido
lo viese.
Salieron
y caminaron por la calle Brasil hasta la entrada del Balneario Municipal. En el
trayecto, el morochito le contó que había vivido un tiempo en Temperley, en
casa de un tal Rodolfo Ponce de León, profesor de Ciencias Económicas, que le
compraba ropa y le daba dinero. El profesor estaba casado pero la mujer tenía
ciertos vicios y realizaban reuniones en las que participaba el chico. Este, en
una oportunidad, había invitado a un amigo y entonces hicieron un grupo los
cuatro. Ernesto, como de costumbre, le habló de su padre muerto. (Ernesto
pensaba que si él no tenía hijos se le terminaba la dinastía a ese inmigrante).
“Mi padre era muy severo —dijo—. De esos que obligan a uno a guardarlo
todo en el interior; de tal modo, que cuando uno se libera se vuelve loco”. El
chico también le habló del padre, que había muerto alcoholizado; desde entonces
él podía ir por cualquier sitio y hacer lo que quisiera. Tenía 17 años. Vaciló
un instante y miró a Ernesto de reojo; luego dijo que en las relaciones
sexuales él era macho y no otra cosa. Ernesto respondió que eso era evidente
porque el morochito tenía esa mirada penetrante que poseen los hombres y de la
que carecen los invertidos. El morochito sonrió, divertido, y le pidió el
sombrero negro a Ernesto; este se lo dio y el morochito se lo puso y dijo que
así era como un gangster de Chicago. Dijo que a veces a él le daban sermones.
Así, un día en que estaba comprando un pasaje de ferrocarril en la estación de
Quilmes, el empleado le había dicho: “Sacate el cigarrillo de la boca, negrito,
no estamos en Chicago”.
Entraron
en el Balneario Municipal y siguieron hasta la avenida Costanera. Al chico el
lugar le recordaba Mar del Plata. Pasaron junto a la fuente de Lola Mora y
miraron las estatuas. Después fueron a ver el río. El morochito dijo que a él
le gustaba mucho leer. Llegaron a un recreo al aire libre donde estaban
ofreciendo un número de varieté. Ernesto dijo: “El recreo se llama Juan de
Garay. Acordate”. Adentro sólo había una mesa ocupada pero afuera había gente
mirando la representación. Vieron a un actor cómico que contaba chistes
pornográficos y que luego imitó a un invertido. El morochito se reía a
carcajadas y se divertía muchísimo.
Siguieron
caminando. El chico cantó una canción mexicana. En ese instante pasaron dos
policías en motocicleta. Ernesto cantó también y le enseñó al chico “el
brindis” de la ópera La Traviata. El morochito cantaba y bailaba en mitad de la
avenida. Sólo había algunos pescadores. Se sentaron en un banco de madera;
estaban casi solos. Nuevamente pasó la motocicleta con los policías. El chico
llevaba en la mano un envoltorio de papel de diario; dentro había una camisa sucia.
Ernesto se le acercó y quiso tocarlo un poco pero el chico comenzó a hablar de
otras cosas; dijo que le apasionaba tirar al blanco en las kermeses; cuando
tenía dinero lo gastaba totalmente ahí. Le explicó a Ernesto cómo debían
apoyarse los revólveres en la cadera para evitar que el retroceso del arma
perjudicase la puntería. También habló de drogas y de la manera de aplicar las
inyecciones de cocaína y la adquisición gradual de la tolerancia.
Hubo
un silencio y el chico preguntó adónde iban y dijo que a las 2 de la mañana
tenía que estar en San Martín, donde dormiría en casa de un amigo
Comenzaron
a salir del Balneario por la calle Cangallo. “¿Entonces no podemos hacer nada
ahora?”, dijo Ernesto. “Aquí no; no hay seguridad”, dijo el chico. Ernesto bajó
la cabeza, angustiado. “Y si yo te acompañara a San Martín…”, dijo. “Sí”, dijo
el chico, “hay calles oscuras y además está la avenida General Paz”.
Ernesto
se emocionó con ese morochito de 17 años. Quizá se dejase besar. Irían hasta
San Martín, a calles oscuras y desconocidas donde Ernesto lo abrazaría contra
su pecho.
Volvían
a Constitución. Allí tomarían un ómnibus. Pasaron junto al Ministerio de
Hacienda y entraron en el subterráneo; eran las 11 de la noche. Hablaron del
idioma inglés. Ernesto le enseñó algunas palabras; el chico se reía mucho y
decía: “Kiss me, please, kiss me”.
Ernesto
dijo que sólo tenía dinero para el viaje pero el chico contestó que no
importaba. Habían estado en los lugares sombríos, ocultos y abandonados del
Balneario Municipal y de la Costanera y ahora iban hacia las luces, al
encuentro con los demás hombres. Ernesto se sentía avergonzado y hubiera
querido esconder al morochito de la mirada de los tipos con los que se
cruzaban. El chico tenía las uñas sucias, una boca de labios gruesos y largos,
dientes muy blancos y un suave bigote. Ernesto vestía un traje gris, camisa
blanca y corbata azul.
En
el subterráneo hablaron de los dioses y héroes mitológicos. El chico mencionó a
Júpiter, Venus y Marte. Ernesto le contó la leyenda de Faetón y de las hermanas
convertidas en álamos. Bajaron en la estación Avenida de Mayo y cambiaron para
tomar el subterráneo a Constitución; mientras esperaban, Ernesto fue al baño.
Vio a dos o tres invertidos maduros que conocía. Se lo contó al chico y este
dijo que no le gustaban los viejos aunque tuvieran dinero. Eso le agradó a
Ernesto. En el andén había varios marineros brasileños sacándose fotos.
Felizmente, en el subterráneo no había ningún conocido. Conversaron de
política. El chico nombró a Lenin y a Trotsky. Ernesto le habló con entusiasmo
y con fervor de la revolución rusa.
Llegaron
a Constitución. Ernesto tenía miedo de que el morochito quisiera volver al hall
de la estación de ferrocarril, a ver a los tipos que estaban en ese momento, a
buscar a otro, pero el chico se quedó a su lado. Salieron a la calle y el chico
gritó: “¡Ahí está el ómnibus!” y corrió. Ernesto lo siguió y subieron al
ómnibus; pagó los boletos. Iban hasta las avenidas General Paz y Lope de Vega.
El
chico se sentó y Ernesto le puso su sombrero negro sobre las piernas. Luego se
pudo sentar él; el viaje era largo y temía que el chico se aburriera. Le dijo
que durmiera y que él lo despertaría cuando llegaran. Luego Ernesto sacó de un
bolsillo un libro de Historia Romana que llevaba y se lo dio. El chico se
entretuvo mirando las láminas y haciendo comentarios. Ernesto le habló de Nerón
y de la vida desordenada de los emperadores. Le contó la historia de Salomé,
que al chico le impresionó mucho. La cabeza del profeta en la bandeja de plata
y el beso en la boca agria de Iokanaán, y la muerte de Salomé bajo los escudos
de los soldados. El morochito escuchaba serio y con los ojos muy abiertos.
Abandonaron
el ómnibus y entraron por los terraplenes de la avenida General Paz; caminaron
en la oscuridad, sobre el barro. Orinaron los dos en unos matorrales. El chico
abrió el paquete que llevaba y se metió la camisa sucia debajo de la campera.
Ernesto se puso el impermeable. El chico se le acercó y le dijo que se ajustara
el impermeable si tenía frío. Cruzaron la avenida hacia San Martín. El
morochito le señaló un árbol que había en mitad de la avenida General Paz y
donde él había dormido a veces; cantó una canción española, palmoteó las manos
y bailó golpeando los tacos contra el suelo. Ernesto tenía miedo; pasaron por
un terreno baldío y cruzaron varias calles desiertas. Ernesto ahora le daba
cigarrillos y fumaban los dos. Buscaban un lugar donde quedarse. El chico dijo
que San Martín se parecía cada vez más a Chicago. Se acercó a Ernesto y le puso
una mano en la nuca y lo acarició delicadamente; dijo que Ernesto tenía una
piel muy fina. Le preguntó si sentía frío, si no estaba cansado y si iba a
saber volverse ya que él tenía que ir a casa del amigo. Llegaron a una esquina
y se detuvieron debajo de un foco de alumbrado. El chico se acercó, se puso un
dedo entre los dientes y dijo, mirando a Ernesto con fijeza: “¿Sos ardiente?”.
Dieron
vuelta por una calle y caminaron hacia un terreno completamente oscuro que el
morochito conocía; en el trayecto contó una pelea que había tenido con un tipo
de Santa Fe. El chico le había clavado al otro un cortaplumas en el brazo
izquierdo aunque en realidad le había tirado al pecho, al corazón. El otro, con
una botella rota le había abierto un terrible tajo en el cuello. El morochito
tuvo que quedarse encerrado tres meses en su casa hasta que se curó del todo.
Le mostró la cicatriz en el cuello, muy ancha y más oscura que la piel. Ernesto
se la acarició un poco. El chico dijo que le daba una sensación extraña cuando
se la tocaban.
El
morochito tenía puesto el sombrero negro. Ernesto temblaba de miedo. Quizá lo
llevaba a donde vivía el amigo; este podía salir de cualquier parte y le
robarían y lo desnudarían. Quizá el chico lo traicionaba. Entraron al terreno y
siguieron un camino junto a una fila de casas. Apenas había luz. Había varios
perros que ladraban fuertemente. Ernesto dijo que no seguía más. El chico
insistió para que fueran más adelante. Ernesto lo siguió: “Es por mi propia
seguridad y por la tuya”, dijo el chico.
Se
quedaron de pie uno junto al otro. Ernesto extendió el impermeable en el suelo
y volvió a mirar al chico. Este sonrió y llevó una mano a la cadera. Ernesto se
estremeció y pensó que en las manos del morochito ya aparecía un revólver o un
cortapluma pero el morochito, en cambio, se abrió el cierre relámpago del blue
jean. Ernesto sonrió y se acercó al chico y le pasó los brazos por el cuello y
luego por la cabeza y lo despeinó. El chico dijo: “Así hacen todos”. Ernesto
lanzó una pequeña carcajada y lo abrazó. El morochito se separó y se tendió
sobre el impermeable y desde allí lo miró. Ernesto se acostó junto a él. En
seguida se abrazaron nuevamente. Ernesto le apretó con fuerza la espalda y el
cuello. Sentía el corazón dilatado y golpeándole en la garganta y una fiebre
intensa en las manos y en la cara. Las bocas quedaron sobre las orejas; Ernesto
le besó las mejillas y luego deslizaron los labios suavemente hasta que se
encontraron y se besaron. Ernesto oprimió unos labios blandos y muy frescos.
Abrieron las bocas y se tocaron las lenguas. El chico abrió grandemente la boca
y abarcó toda la de Ernesto. Lo besó en la mandíbula y en los ojos. Cuánto
hacía que Ernesto no besaba. Ahora un chico de 17 años lo había besado en la
boca.
Se
acariciaron durante un rato y el morochito insinuó la posibilidad de poseerlo a
Ernesto pero este se negó diciéndole que le resultaba muy doloroso. El chico,
amablemente, desistió. Luego hubo una precipitación para terminar. Ernesto le
pidió que lo masturbara y el chico accedió. Se limpiaron los dos con la camisa
sucia del morochito. Este, entonces, dijo que Ernesto ya estaba frío y que
había perdido interés en la situación. Pero Ernesto negó y el chico comenzó a
masturbarse a su vez. Ernesto le besaba el pecho, los pequeños pezones, el
vientre y los costados.
El
tiempo pasaba y el chico seguía masturbándose. A Ernesto se le entumecían los
labios y comenzaba a dolerle mucho la lengua de tanto pasársela por la piel.
Entonces se sentó en el suelo y lo miró. El morochito tenía un sexo pequeño y
pálido, que todavía no tenía marcas ni manchas. “Mirame”, dijo; “a mí me gusta
que me vean gozar”.
Luego
Ernesto vio en el puño del morochito unas gotas muy blancas en la oscuridad y
espesas que resbalaron lentamente hacia la muñeca. El chico se limpió
nuevamente con la camisa sucia y los dos se pusieron de pie. El morochito tenía
que estar en casa de su amigo antes de las 2 de la mañana. Sonreía y comenzó a
dar saltos y quiso levantar a Ernesto por los hombros. Se afirmó en el suelo,
lo tomó a Ernesto por los sobacos y consiguió alzarlo. Ernesto lo alzó a su
vez. Luego el chico lo levantó en los brazos, caminó unos pasos y los dos
jugaron a que estaban casados y entraban en su futuro hogar. Ernesto, nervioso,
lo levantó a su vez, con más facilidad de lo que había creído. Dio una rápida
vuelta, le dejó caer la cabeza como en una acrobacia y lo soltó del todo.
Cuando el morochito se enderezó le pegó una palmada en las nalgas.
Se
abrazaron y se besaron nuevamente y salieron del terreno. El chico miraba a
todas partes porque decía que había que estar muy atento. Llegaron a la calle
iluminada. El chico se puso el impermeable y el sombrero negro y jugó a que era
un gangster de Chicago. Para poder tocarlo así vestido, como se los ve en la
calle, en todas partes, Ernesto se puso detrás del morochito, le besó la nuca y
deslizó las manos por la cadera, el vientre y las ingles, por sobre el
pantalón, la tela azul del blue jean.
En
la esquina se despidieron. El chico le devolvió el impermeable y el sombrero negro
y le indicó cómo debía volver para no perderse. Ernesto tomó el sombrero negro
y se lo puso al chico en la cabeza. “Es tuyo”, dijo. Él hizo un gesto para
rechazarlo pero Ernesto dijo que era un sombrero viejo y que apenas servía para
un regalo. Quedaron citados para el próximo domingo a las 20, junto a la
pequeña locomotora de juguete de la estación de Constitución. El morochito le
pidió alguna ropa usada: pantalones, camisas, ropa interior y medias. Ernesto
le prometió llevársela. Se despidieron. Alzaron las manos y hablaron en voz
alta del lugar de la cita. El chico se fue saltando y corriendo, con el
sombrero puesto.
Ernesto
ya había decidido no ir a la cita. No podía llevarle ropa tampoco; su madre se
daría cuenta. El morochito se llamaba Juan Carlos Crespo. Ernesto le dijo que
él se llamaba Osvaldo y que estudiaba Derecho. El chico le calculó 22 años y
Ernesto le dijo que tenía 24. Antes, el chico había dicho que se notaba que
Ernesto era un estudiante por los gestos y por la manera de hablar.
Ernesto
se volvió por la mitad de la calle, por temor a un asalto. Se cruzó con dos o
tres tipos, pero no pasó nada. Al contrario, hubo uno que se apartó de él.
Llegó a la avenida General Paz. Hubiera querido caminar más para poder pensar,
quizá hasta Liniers, pero no conocía la distancia y decidió tomar el ómnibus en
el que habían llegado. Tomó el que salió a las 2 de la mañana, luego de esperar
en un bar
Ernesto
se sentía desconcertado por la libertad del chico. Esa libertad joven, graciosa
y arbitraria. Además, el chico parecía tener esa vehemencia ciega y egoísta de
los adolescentes. Pero, por sobre todo, era tierno, cariñoso y necesitado de
cariño; un hombrecito maduro y aterciopelado, como una fruta. Ernesto, a su
lado, en cambio, era un viejo y ávido pederasta con una homosexualidad que ya
se había hecho automática. El morochito, desde luego, era bastante homosexual.
Ernesto había descubierto y podría seguir descubriendo muchas de sus
debilidades y hasta, quizá un día, poseerlo. Cuando se despedían el chico había
dicho: “¿Cómo tenemos que hacer para que yo sea para vos y vos seas para mí?”.
Ernesto habló de fidelidad y de que él, económicamente, no podía hacer nada por
el chico pero este sólo quería que lo ayudaran y la amistad y la presencia de
Ernesto.
El
gusto de su boca, su olor era el mismo olor de otros muchachitos de su edad que
Ernesto había logrado conseguir: un olor rudo, fresco, árabe. El olor que debía
de tener Ernesto a la edad de ellos. Habrá otros que recibirán toda la soledad
del chico y su fragilidad, su figura, su manera de caminar, sus caderas sólidas
y sus piernas duras.
Por
supuesto, Ernesto no podría quejarse nunca. Un chico de 17 años se había
colocado en sus manos. Todo se lo había dado sin que Ernesto lo mereciera. Un
adolescente argentino que se le había ofrecido y entregado. Todo había sido
inmerecido.
Al
día siguiente, mientras estudiaba, Ernesto sentía a veces y repentinamente,
como un recuerdo, el olor del morochito: crudo, carnal, leve e insistente. Olor
de adolescente griego. Un olor griego. “Vivo en medio de una mitología”, se
dijo Ernesto.
2
Una
semana más tarde, una noche, Ernesto se encontró nuevamente con Juan Carlos
Crespo en Constitución. El chico se disponía a dormir en uno de los bancos de
los andenes de la estación. Salieron los dos y caminaron por la calle General
Hornos hasta Barracas.
Ernesto
le contó que era amigo de un viejo mendocino, dueño de un restaurante, que lo
mantenía. Se acostaba con él dos o tres veces por semana y el viejo le daba
doscientos o trescientos pesos pero ya se estaba cansando de Ernesto e iba en
busca de los más jóvenes. Ernesto ya estaba listo. El morochito quería que
entre los dos lo asaltaran al viejo y en caso de que se resistiera podían
terminar matándolo. Ernesto se negaba, diciendo que le tenía lástima y
repugnancia al viejo.
Llegaron
a una plaza en Barracas y se sentaron en un banco de piedra. Ernesto lo besó de
pronto y el chico se rió, complacido.
—Tengo
que conseguir un trabajo —dijo—, pero yo no puedo durar mucho en ninguna
parte. Trabajé en una compañía de tabacos. Me tenían confianza y me encargaban
que cuidara el dinero de la Caja —Sonrió—. Pero me pagaban poco y yo me desquitaba
traicionándolos.
Ernesto
sacó el paquete de cigarrillos. Le dio uno y comenzaron a fumar. El morochito
lo miró de reojo, dudó un momento y sonrió misteriosamente, como si estuviera
solo. Luego dijo:
—Vos
aparecés y desaparecés. Me explicás muchas cosas y me contás historias. Pero yo
no sé nada de vos; parece que vos tenés derecho a interesarte en mí pero yo en
vos no. De todos modos, vos acostumbrás a venir a Constitución, y a pasearte
por la estación y por la plaza.
Ernesto
apretó las mandíbulas y sintió que enrojecía.
—Yo
no tengo costumbres —dijo—. Me horroriza tener costumbres. Y no
tengo historia, tampoco. Ni tengo evolución.
El
morochito lanzó un breve silbido y empezó a echarse el humo del cigarrillo en
las manos.
—Yo
sé quién sos —dijo—. Uno de esos tipos fracasados que se
vuelven viejos arrastrándose por las calles y hablando en los cafés y cambiando
de amigos todos los días.
Ernesto
lanzó una carcajada.
—Muy
bien dicho —dijo—. Alguien te lo habrá enseñado pero no es
así. Yo no soy de esa clase de hombres— bajó la cabeza y frunció las cejas,
como si recordara algo desagradable; una antigua preocupación. Algo de lo cual
había querido huir durante toda su vida y que había terminado por llevarlo a
esa noche, a esa plaza y a ese muchachito que lo escuchaba—.
Yo no soy Erdosain —dijo, como para sí mismo. lanzó una
carcajada.
—¿Quién
es ese? —dijo el muchachito.
—Un
personaje de una novela —contestó Ernesto—.
Un pobre tipo equivocado. Un maniático pensativo. Algo inmundo.
El
chico comenzó a cantar suavemente. Ernesto fumaba con aire abstraído y miraba
el suelo. Se sentía absolutamente solo.
—Yo
he querido otra cosa —dijo, con la cabeza gacha—.
He querido ser un hombre duro y libre. Algo así como un hombre solitario que
camina por la noche: disponible y dispuesto a todo. Que va, desde luego, a su
casa pero que puede desviarse en cualquier momento hacia otra parte; tal vez
para siempre. Sin compromisos, sin costumbres, sin gustos, de ninguna manera
típico. Que puede volverse o seguir adelante. Solamente acosado por el hambre,
el sueño o la suciedad y por el miedo de que a pesar de todo pueda tener una
vida. Algo que los demás pudieran mencionar como “La vida de…”, sin agregar
nada más. Pero no sé por qué estoy diciéndote esto.
—Es
demasiado complicado para mí —dijo el chico—.
Yo no pienso tanto. No me hace feliz pensar siempre lo mismo, pero yo tengo
algunas ideas que te voy a decir después.
De
pronto, Ernesto alzó la cabeza
—Hay
una música de jazz que me gusta y que también te gustaría a vos —dijo—.
Se llama Chicago.
El
morochito no respondió y siguió con su canto. Ernesto se pudo de pie.
—Volvamos
a Constitución —dijo
Volvieron
y entraron en un bar junto a la estación. Ernesto pidió cerveza y el morochito
café con leche y pan y mermelada. Por un pedido de Ernesto no se robó el
cuchillo que había llevado el mozo. Este rondaba cerca, lustrando las mesas con
una servilleta pero en realidad los vigilaba y Ernesto comprendió que temía que
se fueran sin pagar. Ernesto se sentía muy bien y disfrutaba con la situación.
Por último llamó al mozo y pagó.
Salieron
y cruzaron la calle hasta la plaza. Dieron una vuelta y se sentaron en un
banco. Pero en seguida, el chico se puso de pie. Dio unos pasos, estirando las
piernas y se detuvo frente a Ernesto y alzó los brazos, como desperezándose.
Ernesto lo miró y sintió una especie de vértigo: parecía ver algo que estaba
mucho más allá del chico. “Un cuerpo masculino”, pensó; “un cuerpo estricto,
resplandeciente y riguroso”.
—Tengo
ganas de bailar —dijo el morochito—.
Me gusta tanto. Esta mañana me bañé y me lavé la cabeza con un jabón especial.
Ernesto
lo seguía mirando y no respondía: “No comprendo cómo hacen para vencer el
tiempo”, se dijo; “y además, ese amor por el movimiento que tienen”.
—Vos
parecés un monaguillo serrano —dijo Ernesto—. Un cordobesito o un
coyita.
El
chico dio una rápida vuelta sobre un pie y se plantó frente a Ernesto, con las
piernas abiertas.
—Estoy
pensando —dijo—. Estoy pensando que vos y yo…
Ernesto
rió alegremente y sacó el paquete de cigarrillos. Nuevamente se sentía muy
bien. Se dijo que él se divertía con el chico.
—Vos
estás pensando que vos y yo, ¿qué?
El
morochito se puso serio y se quedó un momento silencioso. Luego dijo:
—Yo
he trabajado en muchas partes y he tenido amigos. He conocido a mucha gente,
sobre todo cuando trabajaba en los puertos. En Rosario y en Buenos Aires.
Conocí a muchos extranjeros: alemanes rubios, noruegos, suecos, canadienses. Es
entretenido tener aventuras con ellos porque es difícil entenderse. No tienen
ropa y están siempre borrachos de whisky. Yo siempre quise… vivir con uno de
ellos y trabajar los dos e ir a los bares en los puertos y luego viajar. Ir a
Asia y al África y a un puerto que se llama Hamburgo. Pero nunca tuve la
oportunidad y otras veces ellos no querían.
—Esa
es gente pura —dijo Ernesto—. Los marineros noruegos
y suecos, los leñadores canadienses, los nadadores australianos. Si nosotros
fuéramos como ellos, también seríamos puros.
—Yo
no sé —dijo el chico—.
Pero yo tengo que hacer algo, y eso es lo que verdaderamente busco. Lo que yo
quiero es no sentirme mediocre.
—¿Y
entonces? —dijo Ernesto.
—Entonces
lo podríamos hacer vos y yo. Yo soy libre. Si vos fueras libre podríamos
trabajar juntos y… no sé… Compartir la vida.
Ernesto
miró al chico con gratitud y luego irguió la cabeza, animado.
—Yo
sé tocar el piano —dijo—. Podríamos trabajar en un bar de la calle
25 de Mayo o de la calle Viamonte. Hay uno que se llama —Chicago.
Vos podrías cantar o tocar la guitarra. Yo te enseñaría
—¿Tendríamos
éxito? —dijo el chico.
—Seguro.
Nos los tragaríamos a todos. Y además cambiaríamos de vida. Hasta ahora solo
hemos sido dos tipos en busca de acción. Trabajaríamos juntos y a la madrugada
iríamos a dormir a nuestro departamento que estaría muy cerca. Vendrían a
vernos todos los días y a la larga terminarían pensando que el mundo se compone
solamente de vos y yo. Vos les gustarías mucho a los tipos y mujeres que van
ahí porque aunque sos inocente tenés un aspecto sospechoso
—Ya
lo conseguiremos -dijo Ernesto-. Algún día tendremos bastante dinero como para
comprar esta ciudad y tirarla al río
El
chico dejó de bailar y volvió a sentarse. Se acercó a Ernesto y dijo:
—A
lo mejor es una suerte que nos hayamos encontrado. Los demás se acuestan
conmigo y se van. Vos podrías quedarte. Además, yo creo que te quiero.
Ernesto
le puso la mano en el hombro. Le introdujo los dedos en las orejas, luego en la
nariz y por último le pasó un dedo por los dientes y por las encías.
—Tu
saliva es dulce —dijo.
—La
tuya, en cambio, es salada —dijo el morochito.
Ernesto
le apretó el cuello y el chico comenzó a ponerse rojo y ahogarse
—Somos
dos hombres que se dicen el gusto de su salivas —murmuró
Ernesto y lo soltó
—O
podrías trabajar únicamente vos. Yo te acompañaría todos los días al trabajo,
que es adonde uno siempre va tan solo. Luego te esperaría en casa, te haría la
comida, te lavaría la ropa –dijo Ernesto con un tono burlón—. Y
nos acostaríamos solamente cuando vos quisieras; es decir, nunca. Porque yo te
desearía constantemente. Además, seríamos una pareja; como hay tantas. Y una
pareja es algo fuerte, amenazante, que hace sentirse débiles a los que están
solos. Vos pondrías tu naturalidad, tu violencia y tu inconciencia sana de
chico proletario y yo mi refinamiento, mi cultura y mi cinismo. Vos serías el
bárbaro conquistador que finalmente termina vencido y conquistado, como dice la
historia.
—¿Y
yo, entonces, sería tu… tu hombre, tu macho?
—Oh,
ya nos entenderíamos. Pero, verdaderamente, vos serías mi chiquito, mi muñeco,
mi chongo.
Ernesto
agachó la cabeza y se frotó las manos con fuerza. “No me respeto a mí mismo”,
se dijo; “me acuesto con todos estos porque no respeto ni mi cuerpo ni mi
sexo”.
Luego
se despidieron. Eran las 4 de la mañana. Quedaron citados para el otro día en
el mismo bar donde habían estado. Ernesto le dio cincuenta pesos y el chico
dijo que iba a Quilmes, a casa de otro amigo
—Hasta
mañana —dijo el morochito—.
Yo te espero.
—Adiós
-dijo Ernesto-. Y no hagas nada que no pueda hacer yo.
El
chico se echó a reír otra vez y se fue.
Ernesto
volvió a su casa caminando con paso vivo. Tenía un cigarrillo en la boca y
sonreía al aire fresco de la madrugada. Con el morochito había usado un
lenguaje audaz, imperial, poderoso. Había estado solemne y patético. Ese chico
era una revolución para él; era algo nuevo y querido. El chico lo cambiaba pero
él debía dejarlo. Y si no era así, Ernesto caía en el fracaso total. “No puedo,
no debo desearlos”, se dijo. “Desearlos a ellos es como si también deseara a mi
padre, o a mi hermano o a mis compañeros de la Facultad”.
3
Al
día siguiente, insoportablemente asediado por el recuerdo de la conversación con
el morochito, Ernesto salió nuevamente de su casa; bajo el calor y un sol
aplastante. Fue al cine a ver películas policiales. Luego caminó lentamente por
la calle Corrientes. Caminó hasta quedar rendido, hasta sentir que reventaba.
Tenía miedo de volver a su casa. Sabía todo lo que le esperaba en su
habitación. La noche anterior con el chico fue casi irreal e increíble. Ernesto
parecía un sueño.
Se
detuvo a mirar una vidriera y entonces, repentinamente, decidió ir a
Constitución, en busca del chico. Se disponía a tomar el subterráneo y en ese
instante se encontró con Enrique Vidal (h.) y un compañero de este llamado
Mario, según le dijo después Enrique Vidal. Los dos jóvenes venían de la
escuela de baile del teatro Colón.
Ernesto
ya se había cruzado varias veces en la calle con Mario. Se dijo que era a este
y no a Vidal a quien debió haber seguido. Mario era un muchacho de boca gruesa,
africana, y andar macizo y vibrante. Más tarde, cuando se quedó solo, Ernesto
tuvo, en un momento, un vago sueño de estar con Mario en Mar del Plata o en
Chapadmalal, junto al mar. Convivir con él por unos meses. Una imagen que pasó
ante sus ojos. Ya lo vería. Tenía la piel oscura y era áspero y sinuoso.
Parecía un cubano o un portorriqueño. Ya lo encontraría.
Ernesto
acompañó a Enrique Vidal hasta la estación de Retiro y luego fueron a San
Isidro; a casa de Vidal, donde pasó lo de costumbre.
A
Ernesto le agradaba mucho Enrique Vidal, que es muy joven y suspira y gime
cuando lo aprietan y los abrazan. Podía comprenderse muy bien con esos
muchachos y siempre le divertía esa mezcla desconcertante de vanidad sexual y
de complejo de castración que tenían.
Ernesto
era feliz al volver de San Isidro en el último tren de la 1 y 40 de la
madrugada. Había esperado en la estación desierta y ahora viajaba en un tren
vacío y brillantemente iluminado. Iba sentado junto a una ventanilla abierta y
le daba el viento en la cara. Tenía puesta su remera blanca.
Bajó
en Retiro, tomó una Coca-Cola y volvió a su casa. Estaba satisfecho. Sabía que
al día siguiente ya no se acordaría de nada. Y además se sentía contento y
feliz, a diferencia de su crispación luego de las palabras con el chico de
Constitución. Ahora era como si hubiese estado con una mujer: tranquilo,
liberado, de acuerdo consigo mismo. Luego, en su casa, pudo dormir bastante por
primera vez en mucho tiempo
A
Ernesto le agradaba mucho Enrique Vidal, que es muy joven y suspira y gime
cuando lo aprietan y los abrazan. Podía comprenderse muy bien con esos
muchachos y siempre le divertía esa mezcla desconcertante de vanidad sexual y
de complejo de castración que tenían.
Ernesto
era feliz al volver de San Isidro en el último tren de la 1 y 40 de la
madrugada. Había esperado en la estación desierta y ahora viajaba en un tren
vacío y brillantemente iluminado. Iba sentado junto a una ventanilla abierta y
le daba el viento en la cara. Tenía puesta su remera blanca.
Bajó
en Retiro. Tomó una Coca-Cola y volvió a su casa. Estaba satisfecho. Sabía que
al día siguiente ya no se acordaría de nada. Además se sentía contento y feliz,
a diferencia de su crispación luego de las palabras con el chico en
Constitución. Ahora era como si hubiera estado con una mujer: tranquilo,
liberado, de acuerdo consigo mismo. Luego, en su casa, pudo dormir bastante
bien por primera vez en mucho tiempo.
Carlos Correas escribió: Kafka y su padre; La operación
Masotta; Los reportajes de Félix Chanetton; El deseo en Hegel y Sartre; Un
trabajo en San Roque y otros relatos; Ensayos de tolerancia; Arlt literato.