El rápido a Bahía Blanca arrastró al hijo del capataz de la cuadrilla que reparaba las vías. Era un hombre triste desde la muerte de su mujer; con esto se dio a beber.
El
hijo estuvo un mes como dormido. Cuando volvió a su casa no era el mismo.
Rengo.
Pero sobre todo ausente.
Se
entregó a encender pequeñas fogatas.
Las
alimentaba de día, de noche.
A
veces levantaba los brazos dando un grito.
Una
tarde, su padre llegó del almacén y se puso a llorar. ¿Qué hacía con esos
fuegos, por Dios Santo? Causaban la compasión de los vecinos.
A
la hora del accidente, dijo el niño, vi los trenes de los muertos.
Cruzándose
como rayos sobre el mundo. Unos venían y otros iban y otros subían o bajaban sin
dirección y sin destino. Vio en las ventanillas las caras de los muertos de
este mundo. Lívidas caras con sonrisa, caras dobladas. Caras sujetas por telas
que asfixian, manos que cuelgan, pelos de colores, electricistas, amas de
hogar, sacerdotes, presidentes de compañías. Muertos en vida. Pómulos cubiertos
de polvillo de hueso. Zarandeándose.
Vio
conocidos. Vecinos.
En
trenes que refulgían como fantasmas que se levantan de pantanos. A cabezadas,
rizos contra los vidrios, sin pedir ayuda, sin desearla. En una noche
permanente, los trenes sin voz ni silbato, cruzándose. Sin señales, sin orden.
Se
superponían, se sucedían, se cambiaban.
Nadie
los oye ni los ve, volando en todas partes sobre el mundo.
El
dolor que había visto era alegre junto al dolor en esos trenes. Vio, como si
los tocara, que el frío congelaba a esos viajeros, igual que a los que duermen
para siempre en los Andes. Y dentro de esos témpanos los ojos llamaban sin
llamado.
Ponía
señales para eso. Para los trenes de los muertos.
Sara Gallardo, entre otras obras,
escribió: Los galgos, los galgos; El país del humo; Pantalones azules;
Enero.