¿Y por qué, si a fin de cuentas la criatura resultó tan miserable -en lo que hace al tamaño, entendámonos- ella profería semejantes alaridos, arrancándose los pelos a manotazos y abalanzando ferozmente las nalgas contra el atigrado colchón? Arremetía, descansaba; abría las piernas y la raya vaginal se le dilataba en círculo permitiendo ver la afloración de un huevo bastante puntiagudo, que era la cabeza del chico. Después de cada pujo parecía que la cabeza iba a salir: amenazaba, pero no salía; volvíase en rápido retroceso de fusil, lo cual para la parturienta significaba la renovación centuplicada de todo su dolor. Entonces, El Loco Rodríguez, desnudo, con el látigo que daba pavor arrollado a la cintura -El Loco Rodríguez, padre del engendro remolón, aclaremos-, plantaba sus codos en el vientre de la mujer y hacía fuerza y más fuerza. Sin embargo, Carla Greta Terón no paría. Y era evidente que cada vez que el engendro practicaba su ágil retroceso, laceraba -en fin- la dulce entraña maternal, la dulce tripa que lo contenía, que no lo podía vomitar.
Se producía una nueva laceración en su
baúl ventral e instantáneamente Carla Greta Terón dejaba escapar un grito
horrible que hacía rechinar los flejes de la cama. El Loco Rodríguez
aprovechaba la oportunidad para machacarle la boca con un puño de hierro. Así,
reventábale los labios, quebrábale los dientes; éstos, perlados de sangre,
yacían en gran número alrededor de la cabecera del lecho. Preso de la ira, al
Loco se le combaban los bíceps, y sus ya de por sí enormes testículos
agigantábanse aun más. Las venas del cuello, también, se le hinchaban y
retorcían: parecían raíces de añosos árboles; un sudor espeso le bañaba las
espaldas; las uñas de los pies le sangraban de tanto querer hincarse en las
baldosas del piso. Todo su cuerpo magnífico brillaba, empapado. Un brillo de
fraude y neón.
Hizo restallar el látigo, El Loco en
varias ocasiones; empero, los gritos de Carla Greta Terón no cesaban; peor aún:
tornábanse desafiantes, cobraban un no sé qué provocador. La pastosa sangre
continuábale manándole de la boca y de la raya vaginal; defecaba, además, sin
cesar todo el tiempo. Tratábase -confesémoslo- de una caca demasiado
aguachenta, que llegaba, incluso, a amarronarle los cabellos. El Loco, en
virtud de ser él quien la había preñado, cumplía la labor humanitaria de
desagotar la catrera: manejaba la pala como hábil fogonero y a la mierda la
tiraba al fuego.
Vino otro pujo. El Loco le bordó el cuerpo
a trallazos (y dale dale dale). Le pegó también latigazos en los ojos como se
estila con los caballos malleros. El huevo bastante puntiagudo, entonces,
afloró un poco más, estuvo a punto de pasar a la emergencia definitiva y total.
Pero no. Retrocedió, ágil, lacerante, antihigiénico. Desesperadamente El Loco
se le subió encima a la Carla Greta Terón. Vimos cómo él se sobaba el pito sin
disimulo, asumiendo su acto ante los otros. El pito se fue irguiendo con
lentitud; su parte inferior se puso tensa, dura, maciza, hasta cobrar la exacta
forma del asta de un buey. Y arrasando entró en la sangrante vagina. Carla
Greta Terón relinchó una vez más: quizás pretendía desgarrarnos. Empero, ya no
tenía escapatoria, ni la más mínima posibilidad de escapatoria: El Loco ya la
cojía a su manera, corcoveando encima de ella, clavándole las espuelas y sin
perderse la ocasión de estrellarle el cráneo contra el acerado respaldar.
"Pronto, ya, ¡quiero!", musitó
Alcira Fafó, a mi lado. Yo me cubrí con las sábanas hasta la cabeza y me fui
retirando, reptando, hacia los pies de nuestro camastro. Una vez allí aspiré
hondamente el olor de nuestros cuerpos, que nunca lavamos. "Las fuerzas de
la naturaleza se han desencadenado", dije, y me zambulií de cabeza en la
concheta cascajienta de Alcira Fafó. Sebastián -digámoslo-, mi aliado y
compañero, el entrañable Sebas, apareció en escena: "¡Viva el Plan de
Lucha!", cacareó, desde su rincón. Yo iba a contestarle, estimulándolo,
mas no pude: El Loco Rodríguez, que ya había concluido su faena con la Carla
Greta Terón, comenzó a hacerme objeto -y no ojete, como dice Sebasó de una
aguda penetración anal, de un rotundo vejamen sexual. Con todo, peor suerte
tuvo mi pobre amigo, cuyos ojos agónicos brillaban, intermitentes, en el
solitario rincón que le habíamos asignado, rincón donde yacía -todo el tiempo-
entre trapos viejos y combativos periódicos que en su oportunidad abogaron por
el Terror. (Como nunca le dábamos de comer parecía, el entrañable Sebas, un
enfermo de anemia perniciosa, una geografía del hambre, un judío de campo de
concentración-si es que alguna vez existieron los campos de concentración-, un
miserable y ventrudo infante tucumano, famélico pero barrigón).
Y así, cuando advirtió que la fiestonga se
iniciaba, la fiestonga de garchar, se entiende, empezó a arrastrarse con la
jeta contraída hacia el camastro donde Alcira y yo nos refocilábamos, con el
agregado, a mis espaldas, del abusivo Loco, nuestro Patrón: nunca le dábamos de
cojer al entrañable Sebas, casto a la fuerza, recontracalentón, que ahora
débilmente se arrastraba hacia el camastro, barriendo con la cara casi las
baldosas, deteniéndose numerosas veces para recuperar el aliento vital, y
murmurando a cada paso "CGT, CGT, CGT...", como para despistar, o, en
una de esas, a modo de oración. Él se apoyaba en sus brazos -menos gruesos que
palos de escoba- y con los pies se impulsaba hacia adelante, no sin cierto
fervor. O mejor dicho todo fervor. Para siempre lo tengo retratado en mi
memoria al extraordinario Sebastián. Juntos militamos en la Guardia
Restauradora, años, años atrás.
Y yo lo miraba acercarse a pesar de que
los rempujones del Loco no me dejaban mucho tiempo ni muchas ganas para la
ecuánime, objetiva observación ¡Dogmático Sebastián! Su mirada era poesía, la
revolución. Cada uno de sus movimientos trasuntaba un agradecimiento infinito
hacia nosotros, que le íbamos a permitir -él creía- sacudirse la soledad de su
carne y de su espíritu así como un perro se sacude el agua de la mar. Y si se
lo permitíamos -en esa dirección su privilegiado cerebro empezó a
funcionar-¡qué importaba que nunca le diéramos de comer ni de cojer! ¡Qué
importaba que su estómago siempre vacío segregara esa baba verde cuya fetidez
tornaba irrespirable el aire de nuestro agusanado cuarto! ¡Qué importaba que
viviera entre vómitos de sangre, molestando incluso nuestro sueño porque cada
una de sus arcadas era una especie de alarido sin fe! ¡Qué importaba qué!
Adelante camarada Sebastián, entrañable
amigo, perro inmundo. Casi llegó a tocarnos con sus transparentes manos. Yo
estaba preso en la cárcel formada por los brazos del Loco y con la cabeza
sumergida en el bajo vientre de mi cajetoidea Alcira. Mi gran amor se
desbordaba. Sentí en el centro en el cero de mi ser las vibraciones
eyaculatorias del pijón del Loco, mientras el clítoris de Alcira Fafó, enhiesto
y rugoso, me hacía sonar la campanilla, a rebato; pero vi, vi sin embargo de
reojo cómo el temible, purulento Sebastián, intentaba acariciar las bien
plantadas nalgas que sobre las mías galopaban, el culo de nuestro abusivo Dueño
y Señor. Entonces, malévolo y dulce a la vez, con el talón le pegué al Loco
desesperadas pataditas avisativas en sus fuertes pantorrillas, pataditas objetivamente
alcahueteantes, caro Sebastián. Tal como yo lo esperaba (¿y era acaso para
menos?) el Patrón reaccionó de inmediato. Después de echarme su guascón en mis
adánicos adentros, se irguió y le aplicó un fabuloso patadón en la garganta a
mi pobre amigo: de boca abajo que estaba lo puso boca arriba. Todo un
espectáculo, el musculoso pie, magníficamente posado en el suelo después del
golpe, recortándose nítido contra el cuello del derrotado: yo lo vi con mis
propios ojos, y qué lejos aquellos tiempos, Sebastián, cuando un suboficial
dado de baja por la libertadora pacientemente nos enseñaba el marxismo.
Y un hilito de baba se le escapó al
entrañable Sebas por la comisura -izquierda- de los labios. Sus intermitentes
ojos rodaron varias veces en una y otra dirección. Intentó limpiarse la boca
con la mano, pero su extrema debilidad hizo que el gesto abortara: a la mitad
de camino la mano no resistió más y sobre la panza enorme se le derrumbó. Los
cuervos planearon sobre su figura, y yo, adolorido por la reciente penetración,
lié con el elástico de las bombachas de Alcira Fafó una bolsa de hielo al área
de mi desfloración.
Y también intercedí en un arranque de
pietismo para que El Loco espantara a los pajarracos rapiñosos, aunque uno de
ellos igual tuvo tiempo para arrancarle el dedo índice derecho al pobre Sebas,
de un picotazo y tirón. Y eso era el dolor, todo el dolor, y no todo el dolor.
Tenaces gotas de sangre brotaron de la frente de Sebastián. Yo me largué a
llorar con desesperación. Como en la infancia: arrodillado en un rincón de la
pieza, escondiendo la cara bajo el sobaco y aspirando el chivo olor. Las
cucarachas me subían por la parte posterior de los muslos y, salvando el breve
obstáculo de la bolsa de hielo, sometían mis lomos a una exhaustiva exploración.
Entretanto, El Loco Rodríguez -Hijo de Puta Amo y Señor- espantaba, en efecto,
a los cuervos, mas tratándolos como si fueran viejos amigos que se han puesto
un poco pesados con el alcohol y los recuerdos del tiempo que se fue (y que fue
mejor) cuando no era necesaria la insurrección. Y razón -como a nadie- en parte
al Loco no le faltó: la atmósfera repentinamente se sobrecargó: "¡A usted
lo conocí en una reunión del COR!".
Valiéndose de una enorme regla T, El Loco
abrió el grisáceo ventanal del techo para que los cuervos evacuaran la
deformada y deformante habitación. De uno en uno salieron, chorreando lágrimas,
invocando los sagrados nombres de los caídos en la lucha, en el fragor. Y hasta
con un dedo menos firmó en manifiesto el monolítico Sebas. Y El Loco del
Látigo, preñador de Carla Greta Terón, desnudo como estaba salvo el orión,
medio tórax afuera sacó para despedir a los oscuramente pájaros, sin rencor. En
su envión: "Adiós".
Tuvo un ataque de histeria en medio de un
pujo la Carla Greta Terón. Todos a una miramos hacia su lecho de parto porque
ella yacente empezó a gritar: "Que se viene. Que ya está. Que se que se.
Que ya estuvo. ¡Hip, Ra! ¡Hip, Ra! ¡Hip, Ra!". Explicaba en su media
lengua que era inminente -y no inmierdente, como dice Sebas-, que ya paría. Y a
pesar de nuestras escépticas conjeturas su cuerpo de golondrina empezó a
hincharse. Mientras dilataba ella se estrujaba con las manos, de las sienes
hacia abajo, para que la criatura bajara. "¡No vaya a ser que se me
atranque entre los parietales!", jodió, y El Loco, ni lerdo. Ni perezoso.
Le ató a las piernas una bolsa de arpillera con la boca bien abierta para que
el chico de mierda cayera en su interior. Había puesto un poco de aserrín en el
fondo, además, por si la cabeza se separaba del tronco. Alcira le midió la
dilatación de la concha con un centímetro de modista, y luego se repajeó con
una enorme vela, ella. Yo, yo me le fui al humo en seguida, al humo regodeante
de Alcira, y eyaculé frotando con unción la cabeza del porongo contra la parte
áspera-rajada de su talón. Y todos nos perecíamos por minetear o garchar o
franelear o rompernos los culos los unos a los otros: con los porongos. Hasta
el exangüe Sebastián intentó un esbozo de sonrisa lúbrica, que era una
verdadera elegía a los terremotos carnales, al ejercicio o no de la
procreación. Entonces apareció. Tras hacer trizas la carne rosada de la cajeta
de su madre Carla Greta Terón. La cabeza raquítica. Con una boquita no mayor
que el punto de un lápiz. Pero con los ojos inmensos. Inmensos de espléndidos,
de tristes, de grandes: Atilio Tancredo Vacán, su cabeza emergió.
"¡Loado sea!", regurgitó El Loco
cayendo de rodillas sobre un montón de turro maíz. Alcira, con los brazos
abiertos, recibió un baño de luz ventanal en su cuerpo desnudo, y su vagina
sonrió. Sebastián besaba mis pies enfundados en unas sucias medias negras,
largas hasta las ingles, -sucias medias negras de sucio seminarista- que, junto
con el escapulario, constituían toda mi vestimenta. Y previendo lo que iba a
ocurrir me erguí, sin restarle un solo centímetro a mi estatura. Era un deber
hacerlo, aunque la humildad taimada que me caracteriza procurara estrangularme
con mis propias manos. La baba pegajosa que fluía de mi boca me mojaba el
cuerpo. Rasgué, sin embargo, todos los tapices a mi alcance. A traición, claro
que a traición. Mutilé las bordadas escenas del bien y del mal, deformé su
sentido, mordí algunas con mis dientes mellados. A traición. Salía un juguito
dulzón, asqueroso y de rechupete y con sabor dulzón. A traición. Y todos
estábamos modificados por la presencia del inmodificante Atilio Tancredo Vacán.
Salté en todas las direcciones: ¡una nueva relación! Y ¡en! relación. Hombre
con hombre hombre con hombres hombres hombres. Atravesé incluso aros de madera
llameantes, y porque El Loco quiso fornicarme al vuelo, se me resbaló -y no
relajó, como dice el intraducible Sebas- la bolsa de hielo: y no, a mí no me
importó: ¡no eran momentos de andar cuidando el carajo del estilo! Me puse un
frac de sirviente y un collar de perro: me los saqué rapidito, ¿no es cierto?
¡Guasca en el ojo! Con los restos de los tapices por mí rasgados me llegué
hasta Carla Greta Terón, que ya tenía medio monstruo afuera, y se los di. Di. Y
le dije: "¡Tomá, va, Larrecontraputamadrequeterrecontraparió
Hijaderremilputas!" ¡Ya! ¡Y no! Me florié luego (y no) en unos pasos
canyengues, pero no pude coronar mi baile: entre prematuros estertores, Atilio
Taneredo Vaeán, ya definitivamente nacido parido escupido, cayó atroden de la
sabol con los brazos y las piernas aplastados contra el cuerpo, al estilo de
las momias aztecas. ¡Y no estaba muerto! "Huija", grité, "hurra,
hermanos, respira y mueve la cola". Sebastián batió palmas y se arrastró
hasta el lavatorio, dejando como siempre limaduras de saliva en el piso; y se
prendió a la goteante canilla, lamiéndola, para engañar el estómago. El Loco,
que no cabía de gozo en su rayada piel, le hizo un chiste de festejación:
corrió tras él, lo tomó de las casi invisibles piernas, y lo metió de cabeza en
el inodoro. Y tiró la cadena varias veces como broche de oro. Me reí a más no
poder, retorciéndome, a la vez me arrastraba -yo también- hacia nuestro
descojonado baño. "¡Uy uy uy, qué bueno!", dije, "hacéselo otra
vez; yo te ayudo, Loco". El Patrón me miró con el asco en los ojos, y
provisto de súbita jeringa me aplicó una inyección de brillantina sólida:
endovenosa. A los tumbos, desesperado, a punto de desmayarme vomitar o cagar
hasta las tripas, fui a remodelarme a un rincón, esperando que Sebastián se
permitiera algún comentario para arrancarle la piel a dentelladas, convertirlo
en una pura llaga. Alcira dijo: "Yo quiero acunarlo a Atilio Taneredo
Vacán; a ese chico ya se le para". "Mierda: tomá tomá y tomá: ¡es pa
mí nomás!", se opuso la Carla Greta Terón. Alcira Fafó se le abalanzó para
degollarla con una navaja, y como se lo impedimos le gritó, a la otra que ya se
revolcaba garchando con su hijo: "ojalá que un gato rabioso se te meta en
la concha y te arañe arañe arañe, la puta que te parió!"
Estallaron todos los vidrios de la casa,
se hicieron añicos. La primer bola de fuego incendió la cabellera de Alcira.
Esta vez, en serio, fue necesario recurrir al chiste que se le hiciera a
Sebastián, que semiahogado hipaba sobre unos titulares revolucionarios. La segunda
bola de fuego calcinó la mano izquierda de Carla Greta Terón. Entonces apareció
mi mujer. Con nuestra hija entre los brazos, recubierta por ese aire tan suyo
de engañosa juventud, emergía, lumínica y casi pura, contra el fondo del fiord.
Los buques navegaban lentamente, mugiendo,
desde el río hacia el mar. La niebla esfumaba las siluetas de los estibadores;
pero hasta nosotros llegaba, desde el pequeño puerto, el bordoneo de
innumerables guitarras, el fino cantar de las rubias lavanderas. Una galería de
retratos de poetas ingleses de fines del siglo XVIII brilló, intensamente,
durante un segundo, en la oscuridad. Pero no se acabó lo que se daba. Continuó
bajo otras formas, encadenándose eslabón por eslabón. No perdonando ningún
vacío, convirtiendo cada eventual vacío en el punto nodal de todas las fuerzas
contrarias en tensión. Por algo los vidrios se habían roto y eran bolas de
fuego los ojos del lúcido, del crítico Sebastián. Tampoco era casual que mis
manos rompieran el invisible aire de su contorno y, algo lastimadas, se
extendieran hacia la figura de mi mujer, aunque luego se detuvieran a mitad de
camino, crispadas, convertidas en dos puños increpantes, incapaces incluso de
la salutación. Ella me mostró sus tobillos: dos muñones sangrantes. Ella transportaba
en la mano derecha sus pies aserrados. Y me los ofrendaba a mí, a mí, que sólo
me atrevía a mirarlos de reojo. Que no podía aceptarlos ni escupir sobre ellos.
Que ahora miraba nuevamente hacia el fiord y veía, allá, sobre las tranquilas
aguas, tranquilas y oscuras, estallar pequeños soles crepusculares entre nubes
de gases, unos tras otros. Y hoces, además, desligadas eterna o momentáneamente
de sus respectivos martillos, y fragmentos de burdas svásticas de alquitrán:
Dios Patria Hogar; y una sonora muchedumbre -en ella yo podía distinguir con
absoluto rigor el rostro de cada uno de nosotros- penetrando con banderas en la
ortopédica sonrisa del Viejo Perón. No sabemos bien qué ocurrió después de
Huerta Grande. Ocurrió. Vacío y punto nodal de todas las fuerzas contrarias en
tensión. Ocurrió. La acción -romper- debe continuar. Y sólo engendrará acción.
Mi mujer me ofrece sus pies, que manan sangre, y yo los miro. Me pregunto si yo
figuro en el gran libro de los verdugos y ella en el de las víctimas. O si es
al revés. O si los dos estamos inscriptos en ambos libros. Verdugos y
verdugueados. No importa en definitiva: éstos son problemas para el lúcido,
para el crítico Sebastián: él sabrá prenderse con su hocico de comadreja a
cualquier agujero que destile humanidad. No le damos ni le daremos de comer. Ni
de cojer. Jamás. Atilio Tancredo Vacán ya gatea. Chupa de la teta de su madre
una telaraña que no lo nutre, seca ideología. El Loco me mira mirándome
degradándome a víctima suya: entonces, ya lo estoy jodiendo. Paso a ser su
verdugo. Pero no se acabó ni se acabará lo que se daba.
El Loco Rodríguez forzó con el cabo del
látigo la puerta del comedor Chippendale. Tomó a Atilio Tancredo Vacán en sus
brazos y se sentó a la cabecera de la mesa, acunándolo. Yo engrillé al
entrañable Sebas para conducirlo al comedor; allí lo encadené a una argolla de
hierro fijada en la pared especialmente para él. Quiso rehuir la cena
pretextando su cáncer Alcira Fafó; a mí con esas; le hinqué, sin más, mi
estilográfica en un seno, que allí quedó colgando, apenas prendida de la piel,
y la obligué -y no ogarché, como dice Sebas- a sentarse a la siniestra del
Loco. Quedaba por ubicar Carla Greta Terón, menester incluido en mi pliego de
obligaciones porque yo era el maître. Me cuadré, sin embargo, frente al Trompa
Capanga, Amo y Señor, esperando órdenes, que no tardaron en llegar.
"Traigalá, nomás, rodando en su cama; la rociaremos con unas salsas para
evitar que la carne la afecte", dijo, y repitió "ecte", con
despectivo gesto, tras lo cual me aplicó (desprecio tras desprecio) un
papirotazo en la cabeza de la garcha. Pero no hay amargura que a mí me derrote:
hasta el dormitorio fui al trote, golpeándome la boca con la mano, dando
alaridos, como hacen los indios. Pegué un resbalón de órdago con el apuro y la
payasada, apuro plenamente justificado porque llegué justo a tiempo: Carla
Greta Terón ya había llenado de agua su enorme vaso azul de material plástico,
y se disponía a abrir la caja de útiles donde guardaba mortales dosis de
barbitúricos. "Oh no, no", le dije, "con barbitúricos no,
batracia", y la conduje hasta el ventanal del techo y le mostré el fiord
grávido de luna. La tomé dulcemente de la mano y le miré el culo con fijeza
obsesiva. Tragué saliva. "¿Ves?", le dije, mientras apartaba el humo
con la mano para mostrarle una estremecedora asamblea de mecánicos de pie con
la soga al cuello. "¿Ves?", insistí, al mismo tiempo que dejaba caer
mi sinuoso perfil sobre sus redondas tetas. Un asambleísta caminaba sobre las
acolchadas cabezas de los otros, profetizando: "Jamás seremos vandoristas,
jamás seremos vandoristas". En seguida quedó inmóvil y empezó a
cuartearse. Carla Greta Terón se desperezó como un gato y arrojó las letales
pastillas al orinal. Aferré con mis dós manos la caja de útiles (era en forma
de barca) y la estrujé contra mi pecho desnudo. "Si yo pudiera poseer esta
caja de útiles no me importaría perder el resto", mentí. Y ella, la dulce,
la incomparable Carla Greta Terón, asintió con el ondular de su hermosa cabellera.
Yo me postré a sus pies y le besé las mantecosas rodillas. Empuñé mi miembro y
le aparté con los dedos los pelos vaginales. Copulamos. Fue un polvacho rápido
y frenético. Antes de echarnos el segundo ella me convenció de que me sacara
las medias y el escapulario, mi única vestimenta. Y medias y escapulario
también fueron a morir al orinal. Murieron, y ella y yo nos echamos el segundo.
Perfecto. Qué lindos pechos los de Carla Greta Terón. Se los remamé hasta de
leche materna empacharme. Cojer fue una gran alegría para ambos, cojer y acabar
juntos, moción aprobada por unanimidad. Y cuando entré al comedor empujando la
cama, yo, yo era otro.
Simultáneamente Sebastián y yo
intercambiamos imperceptibles guiños con nuestros respectivos ojos (izquierdos)
de la cara. Vi con alegría sonreír al entrañable Sebas, por primera vez desde
que nos expulsaron de MARU: flotaba en el aire que estábamos en vísperas de
grandes cambios. Tomé asiento frente al Loco y me anudé al cuello una
servilleta a cuadros para no mancharme las tetillas de grasa. El Loco oprimió
el botón; se escucho el previsible chasquido y del baúl tabla surgió una fuente
de dos metros de diámetro. Veíase en el centro de la misma un gigantesco pavo
real asado al spiedo, pero sin recurrir al vulgar expediente de quitarle sus
hermosas plumas. También aparecieron docenas de botellas del tintillo de la
costa que a mí me hace mover las orejas de alegría. Pero no sé por qué -o lo sé
de sobra- se me cerró el estómago. Peor aún. Mis intestinos empezaron a
planificar una inminente colitis. Al primer retortijón me doblé en dos y el
Trompa Amo y Señor ya me miró con mala cara. "Date", me dijo,
"date", repitió, "date tiempo para llegar hasta la chata: una
sola vez te lo prevengo". Oh, sí: en la guerra revolucionaria uno tiene
que ser ladino: "Si no es nada, si ya se me va a pasar, paisano",
contesté, poniendo mi mejor cara de boludo. E ipso facto me cagué con alma y
vida. Estruendosamente, para colmo. Una mueca de incontenible ira ensombreció
el rostro del Loco, quien con esa habilidad que sólo puede dar la costumbre,
sacó de su canana una puntera de acero y la añadió al extremo del Látigo. Pero
el asombro lo detuvo, porque yo, mirándolo a los ojos y con una sonrisa de
oreja a oreja, me recontracagué nuevamente. Alcira Fafó se mordió una mano para
contener el grito, mientras Carla Greta Terón liberaba su angustia
macheteándose con un mayúsculo consolador. Fue tremenda mi tercera deposición:
salpiqué hasta el cielo raso, el cual quedó como hollado por patas de fieras,
aunque era sólo mierda. Y entonces El Loco se resignó; vino hasta mí, me
arrastró de los pelos por mi propia porquería, y levantó, dispuesto al castigo,
el temible-hermoso LATIGO. El deseo de asegurarse una victoria aplastante, sin
embargo, conspiró contra él: antes de empezar a pacificarme giró la vista para
vigilar a Sebastián: lo sorprendió en cuatro patas, mostrándole airado sus
verdinegros colmillos. Entonces El Loco cifró todas sus posibilidades en su
rapidez de tigre. De una patada de taquito lo descuajeringó al estratégico
Sebas, y luego se dedicó exclusivamente a mí. El primer LATIGAZO me arrepolló
la oreja izquierda. Perdí toda mi tibieza centrista y grité, grité como un
poseso: "¡Arriba los Pobres del Mundo!", y "¡Atrás, Atrás,
Chancho Burgués!". El segundo me incrustó el esternón en la pared del
estómago, toda cubierta de musgo. El tercero me arrancó un testículo y vi mi
sangre. Con ella regando las baldosas del piso, inicié un desaforado recule en
dirección al guerriloto Sebas, quien cuando estuve a su alcance me recibió con
una tocadita de upite a modo de aliento y de saludo. El Señor Amo Capanga Loco
levantó su látigo para estrechar vínculos conmigo por cuarta vez, y como de
costumbre yo estuve en un tris de salir cagando aceite. Se me ocurrió llamar a
la Sociedad Protectora del Prototraidor, pero un trallazo se me introdujo en la
boca cuando la abrí para gritar: "Auxilio, socorro al cagón", a
través del teléfono.
Sebastián gesticuló, muequeó, supuró,
parió. Rápidamente yo tenía que definir la situación. La cantidad se transforma
en calidad. O los fabulosos latigazos del Loco terminarían gustándome, era de
cajón. Uno más y a la mierda la rebelión. Entonces, el lúcido, insurrecto
Sebastián, volvería a pasarlas muy mal acusado de ideólogo: nuevamente para él,
ayunos, lecturas censuradas, pizcas de picana, castidad, prohibidas incluso la
homosexualidad a solas y la solidaria masturbación. Y tuvimos suerte, sin
embargo: El Loco volvió a desviar su atención hacia Sebas, que pretendía
refregarle por el rostro un panfleto recién redactado. El Patrón Rodríguez lo
pateó un poco al livianito Bástian, hizo jueguito con él para obligarlo a
planear por el aire; cuando Sebastián planeó, ensartóle El Loco el mango del
látigo en el raquítico culo; Sebas describió su parábola profiriendo un
"ah" melodioso, y postróse en un rincón luego del inevitable
estrellamiento de su cráneo contra el muro: evidentemente, nuestra anterior
militancia en el MRP no nos estaba sirviendo de mucho.
Patria o Muerte: reaccioné con todo. Me le
prendí con los dientes del carnudo hombro al restallante Loco. Parando los ojos
como un santito vi el agrandamiento de los poros de su cara, el extrañamiento
de cada fibra de su piel. Como dándole un vuelco al mundo, contemplé toda su
gama de fisuras. Descubrí que tenía dientes postizos, nariz de cartón, una
oreja ortopédica (de sarga). Sebastián comprendió lo que estaba ocurriendo y
carcajeó por mí, allá en su rincón. Atilio Tancredo Vacán fue amorosamente
depositado sobre el intacto pavo y las mujeres iniciaron un baile esgrimiendo
cuchillos y tenedores: ellas estaban desnudas.
La sangre del Mordido en olas se me colaba
entre los dientes y me inundaba la boca. La Carla Greta Terón convertida ya en
una S, en una Z, en una K o en una M rabiosa señalaba desesperada los huevos de
nuestro ex amo y señor. Les pegué un rodillazo y se hicieron añicos:
construidos estaban de frágil cristal. El Sebas se las ingenió como pudo para
traerme la morsa. Apreté con ella la pierna derecha del Capado y comprobé con
placer que la misma se encogía y enflaquecía tremendamente, hasta parecer la
piernezuela despreciable de un bebé de pocos meses, algo que daba asco. El
abrileño Bastián sometió su cuerpo quebrantado por el exilio a otro esfuerzo
encomiable: arrastró hasta mí el descomunal revólver del Lejano Oeste que el
Apretado guardaba celosamente en un cajón de ciruelas. Al entregármelo él reía
como un bendito, y de puro gaucho corajudo y montonero nomás se encaprichó en
montar el gatillo. Desde diez centímetros de distancia. apunté: la mira del
revólver enfocaba la rodilla izquierda de Rodríguez. Oprimí el gatillo. ¡Qué
infantil alegría cuando sonó el disparo! La bala se incrustó entre los
quebradizos huesos sin orificio de salida. Hubo un derrame interno y -advertí-
la pierna se puso negra. Repetí la operación ahora con el oído derecho del
Baleado. Apreté el gatillo. Sonó el disparo. La cara, el cráneo entero del
Iguez se puso negro. Ennegreciósele hasta el blanco de los ojos. Sólo la
dentadura apretada-encastrada hasta crujirle de dolor permaneció blanca y
luciente. "Ae ae", lo remedaron Alcira Fafó y Carla Greta Terón; y
"no lo despenes pronto", me rogaron. "Y dale dale dale"
mumuró haciéndose el chiquito el burguecida Bastiansebas, quien ya despojado de
innecesarias reglas de seguridad, me preguntó: "¿Cómo te llamas?".
"Rondibaras, Asangüi, Mihirlys", repuse, y él me tranquilizó con un
rotundo "ta bien" mientras se apretaba el ombligo para que el pus
saliera. Atilio Tancredo Vacán guardaba un terco silencio, pero se hacía la
paja.
Y no todo era mentira, cosa prefabricada,
representación dolosa en la estructura de Rodríguez, jaspeada por hermosas
vetas de carne humana. Apunté a una de ellas; hice fuego con cierta tristeza;
la sangre avanzó hacia mí como pidiéndome amparo. ¿Y si se lo daba? El rojo
chorro en espiral se me anudó al cuello igual que una bufanda. La dogmática,
lúcida Alcira, me increpó: "Rajáte ya mismo de ese repugnante-pugñoso
oropel ! ". Desgarrándome, cabalgando sobre ciertas inquietudes del pasado
-que al fin y al cabo existió- me rajé del oropel. Cerré los ojos e intenté
continuar mi obra, en el último minuto. ¿Y si al Agonizante le propusiera un
Frente, un Pacto Programático sobre la base de. Por qué no? Temblé. Ahora las
riendas de la situación estaban en las manos de la implacable Alcira Fafó,
Amena Forbes, Aba Fihur. Que me apartó de un empujón y clavó en la nuca del
Sangrante un esterilizado punzón de cincuenta centímetros de largo. Rez murió
en el acto. El revólver colgaba flojamente de mi brazo. Basti me miró a mí y yo
a él: habíamos vivido para ese momento.
La habilidad de Arafó nos marginaba. Ella
se movía como un pez en el agua. Con impecable y despersonalizada técnica
organizó el descuartizamiento del hombre que acababa de morir; luego, hizo un
rápido movimiento, imperceptible casi, para agarrar el látigo, pero, astuta se
contuvo. Primero seccionó el pito, que fue a parar, dando vueltas por el aire,
a las manos de Cali Griselda Tirembón; de ellas, a una sartén con aceite
hirviendo. Lo que quedó de la hermosa veta de carne humana encontró su destino
final en nuestro pútrido inodoro: Aicyrfó tuvo el especial cuidado de dividir
la veta en pequeños trozos con su ALFILER De Marras, para luego hacerlos
desaparecer sin pérdida de tiempo. Cortó también la pierna achicada y se la dio
a despellejar a Alejo Varilio Basán, fanático de la masturbación. Ella se comió
los ojos. Cagreta la cabeza entera. Yo, una mano crispada. El Basti lamió en su
rincón trozos irreconocibles, y unas hormigas invasoras liquidaron el resto.
Sonó el gong. Era La Loca del Alfiler
haciéndolo sonar. Sonó el gong. Era ella, levantando la tapa de la sartén y
aspirando el aroma con fruición. Probaba con una bolita de miga de pan el ahora
vitaminizado aceite y nos miraba a todos con ojos chispeantes. Golpeó otra vez
el gong y luego batió palmas con el Alfiler entre los dientes. Todos nos
sentamos a la mesa sin chistar. Nos sirvió a cada uno un pedazo de porongo
frito, que cada uno devoró a su manera, murmurando apenas aquello de "con
tu pan te lo comas". Recuerdo que me soné los mocos con los dedos y me los
colgué de las pestañas, como si fueran lágrimas. Tenía perfecta conciencia.
El desesperado rumor venía de la sala. Mi
mujer sometía la cerradura del ventanal del techo al trabajo de sus dientes.
Sin pies, era difícil que pudiera afirmarse, abrir, luego de romper la
cerradura con los dientes. Cedió la cerradura con un clanc de lo más austero.
El barco partió, zarpó una vez más, luego de dejar a su única pasajera. Ella
apareció en la puerta del comedor con la boca destrozada pero sin nuestra hija,
que ahora seguramente aguardaba en algún lugar del puerto, otro barco, que
tampoco tardaría en zarpar. Mi mujer apretó los labios. Sus ojos azules a todos
nos abarcaron, en silencio. Vino hasta mí y me enseñó sus muñecas: dos muñones
sangrantes. Apretaba entre las encías sus manos aserradas. Sin rabia, las
escupió sobre la mesa. Hice un esfuerzo y me aproximé para verlas, verlas con
los ojos bien abiertos. La izquierda se posó sobre la derecha; luego, la
derecha sobre la izquierda. Tomaron una flor artificial del centro de mesa y la
estrujaron. Los pétalos me golpearon en plena cara. Ella se fue, caminando de
rodillas.
Las inscripciones luminosas arrojaban
esporádica luz sobre nuestros rostros. "No Seremos Nunca Carne Bolchevique
Dios Patria Hogar". "Dos, Tres Vietnam". "Perón Es
Revolución". "Solidaridad Activa Con Las Guerrillas". "Por
Un Ampliofrente Propaz". Alcira Fafó fumaba el clásico cigarrillo de
sobremesa y disfrutaba. Hacía coincidir sus bocanadas de humo con los huecos de
las letras, que eran de mil colores. Me lo agarró al entrañable Sebas de una
oreja y lo derrumbó bajo el peso de la bandera. Yo la ayudé a incrustarle el
mástil en el escuálido hombro: para él era un honor, después de todo. Así,
salimos en manifestación.
Osvaldo Lamborghini escribió: El
fiord; Sebregordi retrocede; Poemas; Las hijas de Hegel; Novelas y cuentos;
Tadeys.