En aquella ciudad no se podía decir la palabra amor porque todos la habían olvidado. Sólo Saturnina, que era una niña inquieta, la había visto escrita en un libro de historias curiosas y se la había oído pronunciar al abuelo mientras trabajaba. El abuelo era músico. Había sido violinista en la orquesta del teatro principal y había viajado muchas veces al extranjero. No era ni viejo ni joven, pero Saturnina lo encontraba viejo por los pocos años que ella tenía. En los últimos tiempos el abuelo había abandonado los conciertos por un trabajo de gran prestigio y honor: hacer la música de las fuentes, que eran infinitas y la dedicación que exigían, constante. Cuando Saturnina no tenía clases acompañaba al abuelo y observaba con mucho cuidado lo que él hacía, pero otras veces sentía aburrimiento y miraba a su alrededor distraída.
Una tarde debían ir a un barrio apartado.
El abuelo tomó el coche y con los
instrumentos necesarios para procurar los murmullos de la fuente, salió con la
niña rumbo a aquella plaza lejana. El sol estaba alto, pero su trabajo llevaba
a veces algunas horas, y cuando Saturnina se cansaba de oír y observar cómo se
conseguían los diferentes efectos de la música, corría con otros niños o
contemplaba los endriagos de una de las fuentes gemelas de la plaza, que con la
fuente mayor y central componían ese espacio de la ciudad, orgullo de los
habitantes y placer de los que la visitaban.
Cada tanto regresaba a la otra fuente
gemela donde trabajaba el abuelo, con la intención de oír los nuevos murmullos
que iba obteniendo del agua. No sólo a Saturnina llamaba la atención esa tarea,
también los niños que encontraba en las plazas solían preguntarle qué cosa
hacía el abuelo cuando lo veían abstraído entre animales mitológicos.
-¿Cambiará el agua de la fuente?
- Sí, la cambiará para buscar la música –
respondía Saturnina.
En toda la ciudad se conocían los
murmullos, las parejas se abrazaban para oírlos, pero los niños ignoraban lo
complicado que era ese trabajo a medida que la perfección se apoderaba del
músico.
Por momentos un chorro de agua muy finito,
que parecía un cri-cri como el de los cubos de paño y papel que se da a los
bebés para entretenerlos y reconocer los sonidos, salía de las fauces de una
gárgola. Otras veces el chorro de agua recordaba a Saturnina las ganas de hacer
pis. También aparecían cascadas que producían sonidos más fuertes e intervenían
en la densidad de la plaza modificando el ruido del agua que vertía la boca de
una sirena. Luego todo era silencio y el abuelo probaba, con atención, otras
composiciones del agua en su caída. Con frecuencia iba cantando los sonidos y
esa vez quiso que la fuente diera con la música de la palabra amor.
-¿Qué es amor? -preguntó Saturnina, pero
el abuelo estaba muy ocupado y le contestó de inmediato como hablando consigo
mismo.
-La reunión de agua, precisamente lo que
busco.
Saturnina se quedó mirándolo extrañada y
en silencio aguzó el oído para distinguir los murmullos del agua en sus
encuentros. Uno de los niños se acercó a preguntarle si no jugaría más; ella
salió de su ensimismamiento y volvió a correr con los niños alrededor de la
otra fuente gemela, que estaba totalmente muda.
Por la noche brillaron las estrellas. La
luna, enorme disco de plata y de leche blanqueaba las calles y las fachadas de
los edificios. Saturnina no quería dormir y se levantó sin hacer ruido a mirar
por el ventanal los misterios del silencio nocturno. De pronto vio una luz en
el balcón galería de una casa próxima y un grupo de personas que parecían
hablar y hablar; algunos hacían ademanes, los más quietos sostenían una copa en
la mano. Era una reunión de gente que son sus movimientos animaba la noche del
balcón, iluminando como una extraña medalla. El llanto del bebé en el cuarto de
al lado la sobresaltó; temerosa volvió a la cama llevándose por delante una
silla que al caerse hizo un ruido espantoso. La madre preguntó qué pasaba y
luego Saturnina se durmió, soñando con el hermanito y su llanto.
Un día viajó en tren con su mamá y el bebé
a una localidad cercana donde vivían amigos de la familia. Desde que había
nacido el hermanito, pensaba Saturnina, la mamá quería mostrarlo al mundo
entero. En el vagón que ocupaban iban dos hombres conversando animadamente y
muy pronto subieron dos más, uno con bufanda roja y otro de corbata azul, y
luego otro, que llevaba un sombrero con pluma y sumaron, según las cuentas de
Saturnina, cinco. Hablaban y discutían de su trabajo y por las cosas que
decían, le pareció que trabajaban en un diario e iban a una reunión. Pero
al amor ella seguía sin entenderlo; nadie hablaba de él.
Otro día, camino de la escuela, vio a una
pareja que se besaba, y como no pudo dominar la curiosidad se cruzó de
vereda para observar la escena. El parecía quitarle la respiración abrazando a
la joven, mientras decía “amore”, “amore”, “amore mío”. Cuando Saturnina oyó
esa palabra pensó que se parecía a la que le había oído pronunciar al abuelo,
la misma que había visto escrita en el libro de historias curiosas, pero algo
la estiraba como si una larga cola la hiciera remontarse en el cielo.
Comprendió por qué el abuelo había llamado así a la fuente, o tal vez, a la
música. Y se sintió feliz, y ligera.
Desde entonces no preguntó más por el
significado del amor, pero pidió a sus padres que le permitieran aprender el
idioma italiano, ya que le decían con frecuencia que le habían puesto un nombre
de ese origen. Siguió acompañando al abuelo hasta las fuentes y enseñó a los
otros niños una palabra nueva, “amore”, como siempre que jugaban a inventar y a
decirse palabras desconocidas.
Noemí Ulla, entre otras obras, escribió: Los que esperan el alba; Urdimbre; La viajera perdida; Una lección de amor y otros cuentos; En el agua del río; Bailarina de tres brazos; Tango, rebelión y nostalgia.
