El mago Fang no se llamaba Fang, sino Prudencio Gómez. Era hijo del general Ignacio Gómez y nieto y bisnieto, respectivamente, del coronel y del sargento mayor del mismo nombre. Su tío, el general Carballido, era uno de los siete contusos de la batalla del Arsenal, y su primo, hijo de aquél, viajaba desde hacía años por Europa para curarse de un «surmenage» adquirido durante la campaña de la Sierra. Sería fácil deducir de esto que los militares, antiguos y contemporáneos, constituían el único orgullo de la familia Gómez; sería fácil, pero incorrecto, porque también contaba con curas en número suficiente para reforzar su vanidad.La vida del niño Prudencio Gómez se dividió entre el asombro de los desfiles militares y la práctica de la religión. Ayudaba a la misa en la parroquia de otro de sus tíos, el padre Gómez, famoso por lo campechano y liberal. Esta liturgia precoz tuvo indudable importancia en su vida. Era un niño, no creía en símbolos, sino en realidades. Con el tiempo sospechó que todo eso se parecía a la magia, y quiso realizar experimentos más convincentes, con un resultado palpable. Sería alargar la historia (y no hay ningún motivo para ello) relatar las veces que fracasó en su intento de extraer un huevo de gallina de la boca del padre Gómez, ante la chanza benévola de éste; o recordar el dramático instante en que casi se asfixia por haber olvidado de pronto el sistema —aprendido por correspondencia— de salir de un baúl herméticamente cerrado. Es mejor llegar al día en que, convertido en Fang, debuta en su ciudad natal ante un público asombrado y entusiasta.
Prudencio
era de piel cetrina, de ojos ligeramente almendrados y de nariz pequeña; unos
toques elementales de maquillaje lo convirtieron en un chino aceptable. No
sabemos por qué prefirió esa nacionalidad; imaginó, sin duda, que una pequeña
farsa, sobre una mayor, ayuda a confundir al público, y que siempre es bueno disfrazar
lo increíble.
A
la muerte del padre Gómez heredó el equivalente en pesos de cinco mil dólares,
depositados en la sucursal del Banco de Santa Fe; con inspiración profesional
invirtió una suma grande en kimonos, pantallas, biombos y utensilios de bambú.
Cuando desembarcó en Londres, todo el mundo admitió que llegaba de Shanghai.
Trabajó durante años en los music-halls de Inglaterra y Escocia, y en 1930,
perfeccionados sus trucos, apareció en el Palace, de París.
En
París empieza el drama que nos interesa. En un teatro de Montmartre trabajaba
el Grand Dupré, ilusionista, con su mujer, La Belle Juliette.
La
Belle Juliette fue en su tarde de descanso a ver a Fang, y el destino del Grand
Dupré quedó sellado: todo su poder de ilusionista no bastó a romper el
biológico encanto tejido por pequeñas glándulas, que se unieron para hacer
latir más aceleradamente el versátil corazón de esa mujer. Un día de diciembre,
Julieta se despidió de su amigo y se embarcó con Fang hacia Sudamérica. El
aditamento de una mujer hermosa mejoró la apariencia y el efecto general del
espectáculo; pero la pasión de Julieta duró poco. Cuando descubrió que Fang no
era chino sufrió un ataque de furor y de vesánica exaltación. En realidad, no
hacía hincapié en que no fuera chino; no le perdonaba que fuera sudamericano.
Pero Fang se dio cuenta de que la discriminación racial era un pretexto de
Julieta. La verdad era que ella había sobreestimado las ganancias posibles del
mago. El dinero era el patrón sentimental de Julieta. Estaba sometida al último
y más servil de los servilismos, según la expresión de Chesterton: el de la
riqueza. Encontraba misteriosas cualidades en los poderosos por el mero hecho
de serlo; el dinero llevaba implícitas la inteligencia y la simpatía y, a
veces, hasta disimulaba el aspecto físico de los hombres.
En
1937 aparece el tercer personaje de esta historia. Por intrigas de Julieta, los
ayudantes de Fang lo abandonaron. Puso avisos en los diarios, recurrió a
agencias especializadas, probó infinitos postulantes, pero no encontró al
hombre dócil y de rápida concepción que necesitaba. Una noche, en un café de la
calle Corrientes, fue abordado por un individuo pequeño. «Necesito trabajar
—dijo—; soy humilde y fiel.» Esta declaración inverosímil reflejaba la verdad,
sin embargo. Además, el hombrecito lo probó con su muerte. Trabajaba de
lavacopas en un restaurante de Lavalle y Montevideo. Estaba trastornado,
enloquecido por la magia; había gastado los veinte pesos logrados con el empeño
de una máquina fotográfica en entradas para ver los trucos de Fang. Además, era
cetrino y bajito. Con unos toques ligeros de lápiz y una pátina suave de polvo
ocre parecía chino. Se llamaba Venancio Peralta. Fang tuvo una humorada:
«Seguirás llamándote Venancio; parecerá el sobrenombre porteño de un chinito.»
Julieta
era fría, superficial y astuta. Consideraba que su casamiento con Fang era el
fracaso de su vida y se vengaba de él en forma minuciosa. Fang, en cambio,
encontró en Venancio devoción y un ayudante práctico y eficiente.
En
diciembre de 1940 Fang estaba terminando una temporada en la capital y hacía
quince días que había cambiado el programa. Entre los trucos incluidos estaba
el muy difundido de escapar en pocos segundos de una bolsa, cerrada y sellada
con la intervención del público. Fang era introducido en una bolsa de seda
azul; la boca de ésta era cerrada y se colocaban lacres en el lazo y en el
nudo. Luego caía sobre Fang una vistosa cortina circular, como una carpa, y al
retirarla aparecía el mago liberado, exhibiendo el nudo y los sellos intactos.
Las personas del público que habían colaborado en el acto revisaban la bolsa y
verificaban el buen estado del cierre.
Aquella
noche, tres hombres, dos que estaban con sus mujeres en la platea y otro que
ocupaba un palco, subieron a invitación de Julieta, que estaba muy escotada,
con traje negro de baile. Fang se sacó el kimono y quedó con pantalón y blusa
de seda azul. La bolsa fue exhibida al público y los tres hombres la revisaron
detenidamente; no tenía falsas costuras ni agujeros. Fang entró en ella sus
piernas y los demás le ayudaron a introducir el cuerpo. Venancio exhibió una
cinta y la anudó alrededor de la boca de la bolsa; uno de los hombres vertió
lacre sobre el nudo y pusieron un sello. La situación de las personas que rodeaban
a Fang era la siguiente: dando la espalda al público estaban los dos
espectadores que habían subido en primer término al escenario; luego estaba
Venancio; luego, el hombre que había descendido de un palco, y luego, Julieta.
Cuando terminaron de colocar el lacre, Venancio dijo: «El pájaro escapó.» Un
instante después se llevó la mano al corazón, caminó unos pasos por el
escenario y diciendo: «Continúen: bajen el biombo», desapareció entre
bastidores. Julieta lo miró como con extrañeza, pero bajó la cortina sobre
Fang. A los diez segundos la subió y Fang apareció con la bolsa azul en la mano
y saludó al público.
En
ese instante salió un hombre corriendo de entre bastidores y gritó algo que no
pudo ser comprendido. El telón bajó y hubo un desconcierto en el escenario.
Fang, Julieta y los tres hombres del público caminaron consternados hacia el
foro y encontraron a Venancio en el suelo. Uno de los hombres dijo que era
médico y lo revisó. Tenía un estilete clavado en el corazón. Sus últimas
palabras fueron: «No culpen a nadie; yo mismo me maté.»
Se
comunicó la novedad al empresario; éste apareció muy sofocado ante el público,
anunció que la función quedaba suspendida y pidió calma. Pidió, además, que
nadie se retirara. El bombero de guardia corrió a la calle y volvió con un
agente, que perdió diez minutos anotando fruslerías en una libreta. Finalmente,
apareció un oficial de policía y adoptó las primeras providencias. Las primeras
providencias fueron casi exclusivamente llamadas por teléfono en requerimiento
de órdenes. Una hora después llegó el doctor Fabián Giménez, juez de
instrucción. El doctor Giménez era un hombre de cincuenta años, con las huellas
de la buena vida y de la buena bebida, displicente y resignado a las molestias
de su cargo. Lo habían sacado de una comida en el Círculo de Armas y maldecía
moderadamente al criminal que elegía semejante hora para su atrocidad. Llegó
acompañado de su secretario, el joven doctor García Garrido.
Los
tres hombres que habían subido al escenario a requerimiento de Julieta eran el
doctor Ángel Cóppola, médico de un hospital municipal; Manuel Gómez Terry,
escribano sin registro, y Máximo Lilienfeld, periodista. El doctor Cóppola era
un hombre grueso, con esa elegancia envarada de los que parecen recién salidos
de la sastrería; tenía el pelo blanco, pero su rostro era joven y bien
rasurado. Hizo una rápida exhibición de conocimientos científicos y dejó
apabullado a Gómez Terry, que sólo sabía de folios, medianeras, particiones y
escrituras, además de fútbol. Durante su conversación fueron observados con
cierta ironía por Lilienfeld, que era bajo, delgado, rubio, de pestañas casi
blancas y estaba vestido con ropa de confección. En un momento dado el doctor
Cóppola se preguntó con extrañeza cómo ese hombrecillo insignificante ocupaba
tan orondo un palco avant-scène; ignoraba que era periodista.
El
doctor Giménez tomó declaraciones a todo el mundo, las cuales fueron resumidas
y anotadas por el doctor García Garrido. El espectáculo se había desarrollado
en forma rutinaria, salvo en dos aspectos: la posición de Venancio y Julieta en
el momento de sellar la bolsa y la frase del primero pocos segundos antes de
sentirse herido. Según uno de los hombres de la compañía, para facilitar el
trabajo, Venancio ocupaba siempre el mismo sitio, hacia la derecha del
escenario, y Julieta se colocaba en el lado opuesto, hacia el centro del mismo.
Si en esta ocasión hubieran ocupado sus sitios habituales, el orden hubiera
sido el siguiente: Cóppola y Gómez Terry, en primer lugar, dando la espalda al
público; luego, rodeando a Fang, Julieta, Lilienfeld y, finalmente, Venancio.
En cambio, el orden fue el que ya hemos indicado: primero el médico y el
escribano; luego, por la izquierda de ambos, Venancio; luego, Lilienfeld, y en
último término, Julieta.
Fang
había pedido permiso para retirarse a su camarín, alegando estar afectado por
la muerte de su ayudante y amigo; allí fue a buscarle el doctor Giménez,
constituyendo un improvisado despacho entre kimonos de seda floreada, espadas
sin filo, palomas ambulantes y varias gallinas. El asesinato de Venancio había
introducido el desorden en la compañía; impasible, Julieta se ocupaba con
afectación de su traje y de su arreglo personal. El doctor García Garrido,
humillado por tener que escribir sobre un biombo, la miraba con sofocado
interés.
El
doctor Cóppola, con pomposidad científica, tomó la palabra y dijo:
—Le
sugiero, señor juez, que observe este detalle...
Era
de los que dicen a cada rato «le sugiero» sin emplear el tono de sugerencia. El
juez lo escuchó pacientemente y ordenó tomar nota de sus palabras. Cóppola
decía que, según sus conocimientos científicos, la única forma de que un
estilete entrara en el ángulo observado era procediendo en línea recta de la
bolsa azul, es decir, de Fang.
El
doctor Giménez concedió algún crédito a la sugestión de Cóppola, pues llamó a
Fang e inició su interrogatorio. Este se manifestó reticente ante las preguntas
relativas a su profesión, lo que es explicable; y empezó a ponerse nervioso
cuando notó que una teoría sobre el crimen flotaba en el ámbito del camarín.
—Yo
estaba dentro de una bolsa, cerrada y lacrada con intervención del público
—dijo Fang en enfático castellano, exento ya de matices chinos.
El
doctor Giménez exigió la presentación de la bolsa, y un ayudante fue a
buscarla.
Estaba
aún con la cinta anudada en la boca y tenia los sellos intactos. Estos fueron
rotos por el juez, con el objeto de practicar una revisión interior. La tela
era compacta y no había huellas de haber sido perforada. Entonces intervino
nuevamente el doctor Cóppola.
—Desde
mi más tierna infancia —dijo— me ha interesado la magia. Ahora mismo, cargado
de trabajo y de responsabilidades, suelo practicar con mis sobrinos y los niños
del barrio. Si el señor juez me lo permite, le diré que es completamente inútil
revisar esa bolsa.
El
juez volvió el rostro y lo miró con extrañeza.
—Queremos
saber si hay dentro algún indicio. ¿Por qué no vamos a revisar la bolsa?
—Yo
dije esa bolsa —arguyó el doctor con pesada ironía.
—¿Por
qué acentúa lo de esa bolsa?
—Porque
hay otra.
Fang
miró al médico como si quisiera fulminarlo.
—¿Es
algo referente al truco empleado? —interrogó el juez.
—Señor
juez, yo mismo he hecho este truco varias veces. Hoy vine para estudiar sobre
el terreno y corregir algunos defectos. Efectivamente, hay dos bolsas. Cuando
Fang se introduce en la que es exhibida al público, lleva en un bolsillo
interior otra bolsa idéntica, plegada. Una vez adentro, antes de que su
ayudante haya anudado la cinta en la boca de la primera bolsa, Fang saca la segunda
de su bolsillo y hace asomar su borde superior, de modo que la cinta rodee éste
y no el de la primera. Para esto se requiere la complicidad de un ayudante
avezado, que simule facilitar la fiscalización de las personas del público que
han subido al escenario, pero que practique por sí mismo esa parte fundamental
del truco. Cuando baja la cortina, Fang no tiene más que desprender una bolsa
de otra, las que han quedado apenas ligeramente unidas por los bordes, salir de
la primera, plegarla rápidamente y guardarla en el bolsillo, y exhibir la
segunda al público con los sellos intactos.
—¿Entonces,
esta bolsa es la que guardaba inicialmente Fang en su bolsillo?
—Así
es —respondió el médico—. Hay que encontrar la otra.
Ante
las palabras del médico, Fang hizo un gesto como de una persona sorprendida en
un engaño y sacó de su bolsillo la bolsa buscada, entregándola al juez. Este la
revisó detenidamente, pero estaba tan libre de indicios como la anterior.
—Puede
no ser ésta —dijo el médico—; generalmente estos hombres tienen tres o cuatro
repuestos.
El
juez ordenó una busca por todos los rincones del teatro. Durante una hora
fueron revisados los baúles de Fang, los camarines en todos sus rincones y los
decorados, que se amontonaban en el escenario, pero el resultado fue
infructuoso.
Además,
la seguridad de que Fang utilizaba sólo esas dos bolsas para su truco fue
certificada por el empresario, por los obreros del teatro y por Julieta. En ese
momento el periodista Lilienfeld habló por primera vez.
—¿Por
qué Venancio habrá dicho: «El pájaro escapó»?
Luego
agitó sus pestañas casi blancas y se quedó mirando a Fang. Este se adelantó a
explicar el motivo.
—Yo
no escuché bien la frase —dijo—, pero generalmente Venancio decía algo cuando
estaba listo a recibir la punta de la bolsa para anudarla.
—Sí;
pero él dijo «el pájaro escapó» cuando la cinta ya estaba atada y
sellada...
El
juez se había quedado silencioso, con la mirada perdida en lo alto del camarín.
El
doctor García Garrido sabía que estaba pensando en la comida del Círculo de
Armas, pero los demás creyeron que se concentraba en el misterio del crimen. Al
rato pareció reaccionar.
—Hay
un hecho importante —dijo el juez—: Venancio Peralta exclamó antes de morir:
«No se culpe a nadie; yo mismo me maté.» Esto es atestiguado por los señores
Cóppola, Gómez Terry y Máximo Lilienfeld, además de la esposa de Fang. Esto no
se puede destruir con nada. No se me escapa que un hombre tiene que estar muy
trastornado para clavarse un estilete en pleno escenario. Es espectacular, indica
una clara morbosidad, cuya caracterización será motivo de un dictamen
científico. Por todo esto creo que no debemos detenernos. Solicito a cada uno
de ustedes su palabra de honor de no alejarse de la capital hasta que termine
la instrucción del juicio. No veo la necesidad de detener a nadie por el
momento.
Fang
agradeció efusivamente las palabras del doctor Giménez, y en los ojos
melancólicos, ligeramente metálicos de Julieta, brilló una luz, como un rayo
furtivo. Todos juraron mantenerse a disposición del juez y éste se despidió y
salió seguido de su secretario. El oficial de policía dispuso el traslado del
cuerpo de Venancio, de acuerdo con la orden del juez, e inició los trámites
complementarios del sumario.
A
las tres de la mañana el doctor Cóppola, Manuel Terry y Máximo Lilienfeld se
encontraron en la calle. Las esposas de los dos primeros habían esperado en la
puerta del teatro y se unieron a ellos. Lilienfeld tenía el estómago vacío y
propuso tomar algo. El doctor Cóppola observó al periodista, con aire del que
practica un examen científico, y vaciló unos minutos. Creía que Lilienfeld
ensayaba hacerle pagar una comida; además, exhibirse en un lugar público con un
individuo de las trazas del periodista le resultaba vagamente incómodo. El
encuentro, a pocos pasos, de una cervecería alemana, le sacó ese peso de
encima; allí no podría encontrarle nadie.
Lilienfeld
pidió una cerveza; Gómez Terry, un café, y el doctor Cóppola, una soda. Las
mujeres tomaron café. Parecía un concurso de economía. Al rato Lilienfeld pidió
otra cerveza y un sandwich. El doctor Cóppola tenía un apetito atroz, pero se
contuvo; pensaba que si comía, el periodista aprovecharía para hacerle cargar
con la cuenta total.
—Menos
mal que fue un suicidio —empezó Gómez Terry, por decir algo.
Lilienfeld
pidió otra cerveza y otro sandwich, y mientras masticaba con avidez, en medio
de un incansable batir de pestañas, exclamó:
—¡Qué
locura! ¡Es seguro que no es suicidio!
—Pero
él dijo: «No se culpe a nadie; yo mismo me maté.»
—Por
eso mismo —continuó Lilienfeld—. El dijo: «Yo mismo me maté»; es decir, yo
cometí un error fatal, yo me busqué esto, yo tengo la culpa, o cualquier otra
cosa por el estilo. Nadie ha buscado una relación lógica entre los hechos y las
palabras de esta noche.
—Entonces,
¿usted tiene una versión? ¿Por qué no habló? —interrogó el médico con reproche.
—Usted
hablaba todo el tiempo y no me dejó ni un resquicio; además el juez me miraba
con lástima —dijo Lilienfeld. Pidió otra cerveza, ante la alarma del médico, y
continuó—: Hay tres cosas insólitas, que rompen la rutina de esta noche:
Venancio dice: «El pájaro escapó», y Fang miente sobre el momento en que
escuchó estas palabras. La verdad es que no comprendió bien la frase, pues de
ser así, el drama no hubiera ocurrido. En segundo lugar, el orden de las
personas que rodeaban a Fang fue alterado a último momento y Julieta ocupó el
puesto de Venancio. En tercer término, Venancio dice: «No se culpe a nadie; yo
mismo me maté.» La solución es ésta: Fang estaba enloquecido por las injurias
de Julieta y proyectó asesinarla. Sin embargo, no podía cometer un crimen
común: todo el mundo sabía sus peleas y sería sospechado de inmediato. La única
solución consistía en un crimen a la vista de todo el mundo, con una coartada
eficaz. Necesitaba un cómplice, del mismo modo que lo necesitaba para sus
trucos. Venancio era su aliado, prácticamente su esclavo. Acogió con entusiasmo
la idea porque su devoción hacia Fang lo llevaba a imitarlo en sus odios y
simpatías. Quedaron en que Venancio, después que Fang se introdujera en la
bolsa, le pondría un estilete en la mano, por la parte de afuera del género, el
que sería fácilmente disimulado en un pliegue del mismo. Hacía años que
practicaban el truco y siempre Julieta ocupaba el mismo sitio. En el momento de
lacrar la bolsa todos estaban muy cerca de Fang, hasta que terminaba la
operación. Este podía calcular exactamente la altura del corazón de Julieta. La
mujer intuyó que algo se preparaba contra ella; quizá Venancio demostró
excesiva nerviosidad. En el momento en que iba a colocar el lazo, Julieta se
deslizó y ocupó su sitio; aquél no pudo hacer otra cosa que ocupar el sitio de
la mujer. Para avisar a Fang, dijo: «El pájaro escapó», pero el mago, nervioso
por primera vez en un truco, escuchó la voz, pero no entendió el sentido. El
pobre Venancio pagó su fidelidad con la muerte.
El
doctor Cóppola y Gómez Terry lo miraban por primera vez con respeto.
—Hay
que avisar al juez —dijo Cóppola.
—Yo
que usted no lo haría; no me gusta meterme en líos con la justicia —repuso
Lilienfeld—. Además, Fang está condenado. Julieta sabe que él la quiso matar y
lo tiene en su poder. Al pobre no le queda más que el recurso de suicidarse;
quizá invente un buen truco para eso.
Ante
el asombro de Cóppola y de Gómez Terry, Lilienfeld sacó un flamante billete de
cien pesos y llamó al mozo.
Había
tomado diez medios litros.
—Discúlpenme,
pero tengo que hacer —dijo, pagando la cuenta.
—¿Se
va a dormir? —interrogó el médico.
—No;
tengo que tomar unas cervezas con un amigo —repuso.
Manuel
Peyrou, entre otras obras, escribió: La
espada dormida; El estruendo de las rosas; El árbol de Judas; La noche
repetida; Acto y ceniza; Se vuelven contra nosotros; El hijo rechazado.