Avanzó entre los naranjos. En sol caía con tanta fuerza que le obligaba a entrecerrar los ojos. La paloma saltó entonces de una rama a otra, y a otra, y se perdió por entre el follaje bien alto. Con la escopeta levantada, Matías se acercó hasta el tronco del árbol. Pero por más que examinó hoja por hoja, no pudo dar con la paloma. Extrañado, se rascó la nuca.
De
pronto, sobre su cabeza sintió un ruido. Volvió a fijarse. Arrebujado entre
unas ramas, había un pájaro. No era su paloma; era un pájaro de un color entre
azulado y ceniciento. Con cuidado, Matías apoyó el arma en el hombro y levantó
el gatillo.
"Ya
que no es paloma -se dijo - no me voy a volver a la casa con las manos
vacías."
Pero
en ese instante, el pájaro saltó a una horqueta, sacudió las alas e hinchando
la gola se puso a cantar.
Matías,
ya que había llegado al primer descanso, abandonó el gatillo y escuchó.
"Qué
extraño -se dijo-. Jamás he escuchado cantar a un pájaro como este."
El
trino, en el redondel de la siesta, subía como un árbol dorado y rumoroso. A
Matías le pareció que más que el canto del pájaro, lo que se desgranaba eran
las escamas amodorradas de la siesta misma. Y le comenzó a entrar un sopor
dulce, unas ganas de abandonarse a los recuerdos de los tiempos felices y de no
hacer nada más que escuchar el canto del pájaro que seguía subiendo, esta vez
como un perfume agridulce y verde.
Para
escuchar mejor, dejó caer la escopeta a un lado y arrastrando los pies se
acercó al árbol para apoyarse en el tronco. El pájaro había desaparecido, pero
su canto continuaba flotando en el aire. Y no pudo sustraerse a la tentación de
mirar al cielo y levantó los ojos. Allá arriba, entre unas nubes ociosas que
desflecaban gigantescas flores de cardo, dos grandes pájaros negros volaban en
lánguidos círculos inmensos. Matías, entonces, no supo distinguir si la dulzura
que sentía venía del canto de aquel pájaro o de las nubes que se desvanecían
como borrachas a lo lejos.
El
canto, entonces, se acabó de improviso. Los pájaros y las nubes desaparecieron
y él volvió en sí.
"Me
estoy volviendo muy abriboca" -se dijo mientras sacudía la cabeza.
Buscó
la escopeta pero no la encontró donde creía haberla dejado. Caminó más allá,
volvió más acá, pero el arma había desaparecido.
-¡Esto
me pasa por tonto! - gritó en voz alta. Y todo lo que hizo después fue en vano.
Al cabo de una hora, ya cansado, se dijo:
"Me
iré a la casa a buscar a mi muchacho. Entre los dos la vamos a encontrar más
ligero. No puedo perder así un arma tan hermosa."
Y
se lanzó cortando campo hasta alcanzar el callejón.
Al
entrar al pueblo fue cuando comenzó a sentir algo raro. Estaba como desorientado:
echaba de menos algunos edificios y otros le parecía que nunca en su vida los
había visto. A medida que avanzaba, la sensación iba en aumento. Y al llegar a
su casa, el miedo le sopló en la cara un presentimiento vago, pero
terrible.
Penetró
en el zaguán. En el patio, cuatro chicos jugaban y cantaban. Al verlo se
desbandaron gritando:
-¡El
viejo...! ¡El viejo...!
Una
mujer salió de una habitación sacudiéndose las hilachas de la falda. Matías
balbuceó con un hilo de voz:
-¿Quién
es usted ...? Yo busco a Leandro . . .
La
mujer lo miró largamente y frunció el entrecejo.
-¿Qué
dice buen hombre? -dijo.
-
Busco a Leandro -tartamudeó Matías-. A mi hijo Leandro... Esta es mi
casa.
-
¿Su casa? -dijo la mujer.
-¡Si.
Mi casa! -gritó Matías-. La casa de Matías Fernández.
La
mujer hizo un gesto de extrañeza.
-Era...
-dijo sonriendo con tristeza-. Nosotros la compramos hace veinte años cuando
desapareció don Matías y todos sus hijos se fueron de este pueblo.
-¡Qué!
-gritó Matías, levantando las manos como para defenderse.
-Sí...
-asintió la mujer temerosa.