Suspendida verticalmente del gris como esas cortinas de cadenitas que impiden la entrada de las moscas en las lecherías sin cerrar el paso al aire que las sustenta ni a las personas, la lluvia se elevaba entre la Cordillera y yo cuando llegué a Mendoza, impidiéndome ver la montaña aunque presentía su presencia en las acequias que parecían bajar todas de la misma pirámide.
Al día siguiente por la mañana subí a la
terraza del hotel y comprobé que efectivamente las cumbres eran blancas bajo
las aberturas del cielo entre las nubes nómades. No me asombraron en parte por
culpa de una tarjeta postal con una vista banal de Puente del Inca comprada al
azar en un bazar que luego resultó ser distinta de la realidad; como a muchos
viajeros de lejos me parecieron las montañas de Suiza.
El día del traslado me levanté antes de la
aurora y me pertreché en la humedad con luz de eclipse. Partimos a las siete en
automóvil; me acompañaban dos ingenieros, Balsa y Balsocci, realmente incapaces
de distinguir un anagrama de un saludo. En los arrabales el alba empezaba a
alumbrar cactos deformes sobre montículos informes: crucé el río Mendoza, que en
esta época del año se destaca más que nada por su estruendo bajo el rayo azul
que enfocan hacia el fondo del valle las luces nítidas de verano, sin mirarlo,
y luego penetramos en la montaña.
Balsocci hablaba con Balsa como un
combinado y dijo en cierto momento:
-Barnaza come más que un dongui.
Balsa me miró de costado y después de otra
selección de noticias del exterior pretendió sonsacarme:
-¿A usted le han explicado, ingeniero, por
qué motivo construimos el hotel monumental de Punta de Vacas?
Yo sabía pero no me lo habían explicado:
contesté:
-No.
Y les ofrecí esta miseria adicional:
-Supongo que lo construyen para fomentar
el turismo.
-Sí, fomentar el turismo, ja, ja. Cola de
paja, ja, ja, diga mejor (Balsocci).
No dije mejor, pero entendiendo les dije:
-No entiendo.
-Después le comunicaremos ciertos detalles
secretos -me explicó Balsa- que se relacionan con la construcción y que por lo
tanto le serán comunicados cuando lo pongamos en posesión de los planos,
pliegos de condiciones y demás detalles de construcción. Por ahora permita que
abusemos un poco de su paciencia.
Supongo que entre los dos no habrían
conseguido ni en catorce años formar un misterio. Su única honradez
-involuntaria- consistía en mostrar todo lo que pensaban, por ejemplo en vez de
disimular poner cara de disimulo, etcétera.
Miré mi valiente nuevo mundo. Ciertos
instantes se proyectan sobre las horas y los días subsiguientes, de modo que
cuando uno vuelve por ejemplo por segunda vez a la plaza cóncava de Siena y
entra por el otro lado cree que la entrada que utilizó primero ya es famosa.
Móvil entre dos rocas altas como el obelisco, una negra y una colorada, capté
una visión memorable y me dediqué a la toma de posesión de otro gran paisaje:
junto al estrépito fluvial recapacité que el momento era un túnel y que
emergería cambiado.
Proseguimos como un insecto veloz entre
planos verdes, amarillos y violetas de basalto y granito por un camino
peligroso. Balsa me preguntó:
-¿Tiene la familia en Buenos Aires,
ingeniero?
-No tengo familia.
-Ah, comprendo -contestó, porque para
ellos siempre existía la posibilidad de no comprender, ni siquiera eso.
-¿Y piensa quedarse mucho tiempo por aquí?
(Balsocci).
-No sé; el contrato mencionaba la
construcción de indefinidos hoteles monumentales, lo que naturalmente puede
prolongarse un tiempo indefinido.
-Mientras la altura no le caiga mal…
(Balsocci, esperanzado).
-2.400 metros ni se sienten, menos un
muchacho (Balsa, con la misma esperanza).
Los cielos de gran lujo se transformaban
en mercados de nubes congestionadas entre los cerros: al rato llovía entre
arcos iris, al otro rato la lluvia era nieve. Bajamos para tomar café con leche
en casa de un eslavo amigo de ellos de 50 años casado con una argentina de 20
años y encargado de mantener el ferrocarril y de cambiar las vías de lugar,
esos trabajos fútiles de los pobres. La mujer apenas visible parecía sufrir
meramente de vivir pero me dio semejante deseo que tuve que salir afuera para
no mirarla como un mono. Hundí los pies en esa materia nueva; me quité los guantes
y apreté un ovillo, lo probé con los labios, lo mordí con los dientes, arranqué
de las ramas pedazos de escarcha, oriné, me resbalé y me caí sobre una acequia
congelada.
Cuando nos fuimos la nieve emplumaba los
vidrios del coche y la humedad me penetró en las botas. A veces pasábamos al
lado del río y a veces lo veíamos en el fondo de un precipicio.
-Los que se caen al agua los arrastra
lejísimo y cuando los encuentran están desnudos y pelados (Balsa).
-¿Por qué? (Yo).
-Porque el agua los golpea contra las
piedras (Balsa).
-Siete metros por segundo, dispara el
agua. Hace unos días se cayó un capataz de la pasarela, Antonio, la mujer está
en Mendoza esperando el cuerpo y no podemos encontrarlo (Balsocci).
-Cierto, tendríamos que mirar de vez en
cuando a ver si se lo ve (Balsa).
En el fondo del valle se abrió un cuadro
sencillo al sol. De un lado Uspallata con álamos y sauces sin hojas, del otro
el camino que seguía subiendo por una garganta colorada, entre ríos solitarios.
Esos ríos de la Cordillera, rápidos, más
claros que el aire, con sus piedras redondas, verdes, violetas, amarillas y
veteadas, siempre lavados, sin bichos y sin ninfas entre bloques sin edad que
algo raro trajo y dejó, ríos modernos porque no tienen historia. A veces los
escucho parado sobre una roca, bajo el cielo invisible sin nubes ni pájaros;
entre manantiales, oyendo torrentes, pensando en la misma nada.
Tienen nombres de colores, Blanco,
Colorado y Negro; algunos aparecen de frente, otros de un salto (dicen que hay
guanacos, pero hasta ahora no vi ninguno); todos vienen al valle y en verano
engordan, cambian de lugar y de color, transportan cantidades increíbles de
barro.
Pasamos una elevación aluvional amarilla
geológicamente interesante denominada Paramillo de Juan Pobre y llegamos a la
obra a la hora de almorzar. No queda exactamente en Punta de Vacas sino unos
dos kilómetros antes; esto me enfureció porque pensé que en invierno la nieve
podía dejarme sin mujeres, suponiendo que me gustara alguna. Después me
tranquilicé porque comprendí que de todos modos siempre podía llegar a pie,
aunque se cayeran los rodados -son unos conos de detritos minerales que
periódicamente se escurren cubriendo los caminos y las vías.
La construcción ocupa una especie de
plataforma a buena distancia de los derrumbes. El terreno es inclinado y a un
lado está limitado por un arroyo que después de formar una noble cascada de 7
metros cae al valle miserablemente como un chorro de canilla. En este lugar
todo lo que no vino sobre ruedas es basalto, pizarra o jarilla y yuyos
parecidos. Un cerro como un serrucho colorado o el techo de una iglesia o más
bien la estación de Saint Pancrase en Londres cierra la quebrada del otro lado;
el cielo es tan angosto aquí que el sol se asoma a las nueve y media y se pone
a las cuatro y media, rápido, como avergonzado por el frío y el viento que van
a hacer.
¡El viento! ¿Cómo harán para vivir aquí
las mujeres ricas de Buenos Aires, siempre tan atentas con sus peinados, entre
estos vientos que hacen rodar las piedras como nada? Ya las oigo decir el dolor
de cabeza que les da y eso en cierto modo me alienta a terminar pronto el
primer hotel y a perfeccionar un tipo de ventana sencilla que una vez abierta
no se puede cerrar. Dentro de unos días inauguraremos la sección provisoria, si
no aparece Enrique el fastidioso.
Después de almorzar los dos ingenieros me
mostraron los planos y la obra. Estaban muy satisfechos de que no interviniera
en ella ningún arquitecto y habían encomendado la decoración del edificio a una
marmolería de Mendoza con la que actualmente existe un conflicto por una
partida de ciento veintiocho cruces destinadas a los dormitorios cuyo tamaño no
está estipulado en ningún pliego de condiciones. Las cruces enviadas son de
“granitit” negro y un metro de alto; yo que las concebí insisto en colocarlas
pero Balsocci les teme. En realidad me excedí, pero hasta ahora se han dejado,
pobres, notoriamente manejar y, exceptuando la menor del correo y esta crónica,
me cuesta entretenerme: en una de las columnas principales de hormigón del
anexo para la servidumbre conseguí intercalar cuando la llenaban una cámara de
pelota inflada pero al sacar el encofrado se veía la cámara donde había apoyado
contra la madera; hubo que rellenar el hueco con una inyección de cemento y el incidente
es ahora una leyenda confusa que periódicamente provoca despidos de personal.
La pelota pertenecía a Balsocci.
Volvimos a la oficina y los colegas
abordaron la parte secreta de mi iniciación. No tuve que simular curiosidad
porque me interesaba oírselo contar a ellos.
II
Balsocci. -¿Usted no advirtió nada raro
últimamente en Buenos Aires?
Yo. -No, nada.
Balsa. -Vamos al grano (como si decidiera
rápidamente chupar un grano en un cráneo frondoso). ¿No oyó nunca hablar de los
donguis?
Yo -No. ¿Qué son?
Balsa. -Usted habrá visto en el
subterráneo de Constitución a Boedo que el tren no llega hasta la estación de
Boedo porque no está terminada, se para en una estación provisoria con piso de
tablas. El túnel sigue y donde interrumpieron la excavación el hueco está
cerrado con tablas.
Balsocci. -Por ese hueco aparecieron los
donguis.
Yo. -¿Qué son?
Balsa. -Ahora le explico…
Balsocci. -Dicen que es el animal
destinado a reemplazar al hombre en la Tierra.
Balsa. -Espere que le explico. Hay unos
folletos de circulación restringida y prohibida que le condensan la opinión de
los sabios extranjeros y de los sabios argentinos. Yo los leí. Dicen que en
distintas épocas predominaron distintos animales en el mundo, por H o por B.
Ahora predomina el hombre porque tenemos muy desarrollado el sistema nervioso
que le permite imponerse a los demás. Pero este nuevo animal que le llama
dongui…
Balsocci. -Lo llaman dongui porque el que
los estudió primero fue un biólogo francés Donneguy (lo escribe en un papel y
me lo muestra) y en Inglaterra le pusieron Donneguy Pig pero todos dicen
dongui.
Yo.-¿Es un chancho?
Balsa. -Parece un lechón medio
transparente.
Yo. -¿Y qué hace el dongui?
Balsa. -Tiene tan adelantado el sistema
digestivo que estos bichos pueden digerir cualquier cosa, hasta la tierra, el
fierro, el cemento, aguas vivas, qué sé yo, tragan lo que ven. ¡Qué porquería
de animal!
Balsocci. -Son ciegos, sordos, viven en la
oscuridad, una especie de gusano como un lechón transparente.
Yo. -¿Se reproducen?
Balsa. -Como la peste. Por brotes,
imagínese.
Yo. -¿Y son de Boedo?
Balsocci. -Cállese, allí empezaron, pero
después empezaron también en otras estaciones, sobre todo si hay túneles de vía
muerta o depósitos subterráneos, Constitución está plagado, en Palermo, en el
túnel empezado de la prolongación a Belgrano hay montones. Pero después
empezaron en las otras líneas, habrán hecho un túnel, la de Chacarita, la de
Primera Junta. Hay que ver lo que es el túnel del Once.
Balsa.-¡Y el extranjero! Donde había un
túnel se llenaba de donguis. En Londres hasta se reían parece porque tienen
tantos kilómetros de túnel; en París, en Nueva York, en Madrid. Como si
repartieran semillas.
Balsocci. -No permitían que los barcos que
llegaban de un puerto infectado atracara en esos puertos, temían que trajera
donguis en la bodega. Pero no por eso se salvaron, están mejor que nosotros.
Balsa. -En nuestro país tratan de no
asustar a la población, por eso no le dicen nunca nada, es un secreto que le
confían solamente a los profesionales, y también a algunos no profesionales.
Balsocci. -Hay que matarlos pero quién los
mata. Si les dan veneno se lo comen o no se lo comen, como usted prefiera, pero
no les hace nada, lo comen perfectamente como cualquier otro mineral. Si les
echan gases los degenerados tapan los túneles y salen por otra parte. Cavan
túneles en todos lados, no puede atacárselos directamente. No se puede
inundarlos o echar abajo las galerías porque se puede hundir el subsuelo de la
ciudad. Ni qué decir que andan por los sótanos y las cloacas como Juan por su
casa.
Balsa. -Habrá visto estos derrumbes de
estos meses. Los depósitos de Lanús son ellos, por ejemplo. Quieren dominar al
hombre.
Balsocci. -¡Oh!, al hombre no lo dominan
así nomás, no lo domina nadie, pero si se lo comen…
Yo. -¿Se lo comen?
Balsocci. -¡Y cómo! Cinco donguis se comen
a una persona en un minuto, todo, los huesos, la ropa, los zapatos, los
dientes, hasta la libreta de enrolamiento, si me perdona la exageración.
Balsa. -Les gusta. Es la comida que más
les gusta, mire qué desgracia.
Yo. -¿Hay casos comprobados?
Balsocci. -¿Casos? Ja, ja. En una mina de
carbón de Gales se comieron 550 mineros en una noche: les taparon la salida.
Balsa. -En la capital se comieron una
cuadrilla de ocho peones que arreglaban las vías entre Loria y Medrano. Los
encerraron.
Balsocci. -Yo propongo que hay que
inocularles una enfermedad.
Balsa. -Hasta ahora no hay caso. No sé
cómo le van a inocular una enfermedad a un aguaviva.
Balsocci. -¡Esos sabios! Supongo que el
que inventó la bomba de hidrógeno contra nosotros podría inventar algo también,
unos pobres chanchitos ciegos. Los rusos, por ejemplo, que son tan
inteligentes.
Balsa.-Sí, ¿sabe qué están haciendo los
rusos? Tratando de criar una variedad de dongui que resista la luz.
Balsocci. -Que se embromen ellos.
Balsa. -Sí, ellos. Pero ellos no importa.
Nosotros Desapareceríamos. No será cierto. Será un rumor como tantos. Yo no
creo una palabra de lo que le dije.
Balsocci. -Primero pensamos resolver el
problema construyendo edificios sobre pilotes, pero por una parte el gasto y,
por otra siempre pueden derrumbarlos de abajo.
Balsa. -Por eso construimos nuestros
hoteles monumentales aquí. ¡A que no socavan la Cordillera! Y la gente que sabe
está loca por venirle. Veremos cuánto duran.
Balsocci. -Podrían socavar también las
rocas, pero tardarían mucho; y mientras me supongo que alguien hará algo.
Balsa. -De todo esto ni una palabra. Total
no tiene familia en Buenos Aires. Por eso nos limitamos a un mínimo de
excavaciones en los cimientos y todos los hoteles proyectados ni tienen sótanos
ni planta alta.
III
El aire de Buenas Aires posee una calidad
coloidal especial para la transmisión intacta de rumores falsos. En otros
lugares el ambiente deforma lo que oye pero junto al Río las mentiras se trasmiten
con pulcritud. Cada ser humano puede inventar en sus días de extraversión
rumores concretos y no requiere proclamarlos en una esquina para que se los
devuelvan idénticos una semana después.
Por eso cuando me anunciaron los donguis
hace unos dos años y medio los relegué con los platos voladores, pero un amigo
de intereses variados que acababa de autorizarse en Europa me patentó la
noticia. Desde el primer momento me fueron simpáticos y esperé quererlos.
En esa época descendía parabólicamente mi
interés por aquella vendedora de una sedería denominada Virginia y ascendía el
subsiguiente por la negrita Colette. Mi desvinculación de Virginia solía
adquirir forma de noche en el Parque Lezama aunque su estupidez prolongaba
indecorosamente el proceso.
Una de esas noches en que más sufrí de ver
sufrir nos acariciábamos en esa escalera doble que abarca unos depósitos
excavados en la barranca del Parque donde guardan sus herramientas los
jardineros. La puerta de uno de estos depósitos estaba abierta; en el hueco oscuro
vi de repente ocho o diez donguis nerviosos que no se atrevían a salir por un
poquito de luz de mala muerte. Eran los primeros que veía; me acerqué con
Virginia y se los mostré. Virginia llevaba puesta una pollera clara estampada
con grandes macetas de crisantemos; la recuerdo porque se desmayó de espanto en
mis brazos y por suerte paró de llorar por primera vez esa noche. La llevé
desmayada hasta la puerta abierta y la tiré adentro.
La boca de los donguis es un cilindro
cubierto de dientes córneos en todo su interior y tritura mediante movimientos
helicoidales. Miré con curiosidad espontánea; en la oscuridad se distinguía la
pollera de crisantemos y sobre ella el movimiento epiléptico de las vastas
babosas en masticación. Me fui casi asqueado pero contento; al salir del Parque
cantaba.
Ese Parque solitario y húmedo con estatuas
rotas y mil vulgaridades modernas para ignorantes, con flores como estrellas y
una sola fuente buena, Parque casi sudamericano, cuántas liaisons de personas
que llaman jazmines a la tumbergias habrá visto fenecer por otra parte debajo
de sus palmeras polvorientas.
Allí me deshice de Colette, de una polaca
que me prestó el dinero de la moto, de una menorcita indigna de confianza y
finalmente de Rosa, adormeciéndolas con un caramelo especial. Pero la Rosa
llegó en cierto momento a excitarme tanto que perpetré la temeridad de darle el
número de teléfono y aunque juró destruir el papelito y aprenderlo de memoria,
y lo hizo, una vez su hermano la vio llamar y se fijó en el número que marcaba
de modo que poco después de su desaparición apareció Enrique y empezó a
fastidiar. Por eso acepté este trabajo renunciando provisoriamente a toda
diversión como los reyes prehistóricos que debían pasar 40 días de ayuno en la
montaña.
De este voto de castidad me distraigo a mi
manera resolviendo jeroglíficos y preparando cosas para Enrique. La pasarela
sobre el río Mendoza por ejemplo sólo era cuando vine una vía de esas que
esparció el aluvión del treinta y tanto, el que retorció los puentes, y un cable
tendido a un costado a la altura de la mano para sostenerse. De allí se cayó un
tal Antonio y con ese pretexto hice retirar el cable y colocar en su lugar un
caño largo que en cada punta va enganchado en un poste. Ahora es más fácil
sostenerse cuando uno cruza y cuando cruza otro desenganchar el caño.
Otras distracciones podrían ser cuando
hace frío encender con un fósforo los arbustos que rodean las carpas de los
peones porque son tan resinosos que arden solos. Una vez organicé un picnic
unipersonal que consistía en subir y subir siempre con varios sandwiches de
jamón, huevo y lechuga y me hastié tanto de ascender que me volví a mediodía.
Esa mañana vi glaciares inexplicablemente sucios y encontré en los rodados de
arriba flores negras, las primeras que veo. Como no había tierra, sino
solamente piedras sueltas y filosas, me interesó ver las raíces; la flor medía
cinco centímetros más o menos pero apartando las piedras desenterré unos dos
metros de tallo blando que se perdía entre los cascotes como un cordón negro y
liso; pensé que seguiría así unos cien metros más y me dio un poco de asco.
Otra vez vi un cielo negro sobre la nieve
fosforescente porque absorbía toda la luz de la luna; parecía un negativo del
mundo y valía la pena describirlo.