Estábamos acostumbrados a que se dijera de Rudecindo que era una desgracias para su madre, que hubiera sido preferible que naciese muerto, y otras frases por el estilo que empezaban con un piadoso "Dios nos libre y guarde" o "Que Dios no me castigue, pero..." y que terminaban con un suspiro de resignación.
Cuando
hablaba de su hijo doña Teresa ponía los ojos en blanco:
-¡Qué
habré hecho para merecer esta cruz! —se lamentaba.
Mis
tías, al oírla, se esforzaban por disimular una expresión de tristeza adecuada
a las circunstancias:
-Una
madre es siempre una madre —le decían luego, sentenciosamente.
Doña
Teresa se ganaba la vida cosiendo vestidos para las mujeres del barrio. Nunca
le faltaba trabajo. "Puesta a pedalear en la Singer, Teresa es un
portento. En menos de una hora se despacha un batón de entrecasa", decían
de ella con admiración. Pero había otros motivos por los cuales la madre de
Rudecindo era tan solicitada. Gracias a su profesión, estaba al tanto de la
intimidad de muchos hogares, y de una manera velada descubría la avaricia, la
dejadez o la infidelidad conyugal de una vecina sospechosa.
Por
lo general doña Teresa llegaba a mi casa después de mediodía, con la valija
donde guardaba el centímetro, las tijeras, el alfiletero, la tiza y el papel
para los moldes. Detrás de ella, enredado en los pliegues de su falda, caminaba
Rudecindo. Al entrar, doña Teresa se disculpaba por traer a su hijo. "No
puedo dejarlo solo. Es un peligro. Todo se lo lleva a la boca", explicaba.
En efecto, era corriente verla abandonar la máquina donde cosía, sentada bajo
el parral del segundo patio, para precipitarse sobre Rudecindo y arrebatarle la
hoja de helecho, la piedrita del cantero o la hormiga que estaba a punto de
tragar.
Por
más que las personas mayores y en especial tío Esteban nos habían advertido
hasta el cansancio que era de niños maleducados mirar con insistencia y que lo
correcto es adoptar un aire indiferente, terminábamos por olvidar estas
recomendaciones y acercarnos fascinados al rincón del patio donde Rudecindo,
con los ojos entornados y las piernas cruzadas, parecía dormitar en una actitud
idéntica a la del Buda de porcelana que había en la vitrina de la sala. De vez
en cuando se mojaba los labios con la punta de la lengua, una lengua carnosa,
curiosamente vivaz en su cara redonda, inexpresiva.
Tío
Esteban, hermano de mi difunta madre, vivía con nosotros y nos odiaba a Julia y
a mí porque hacíamos ruido a la hora de la siesta mientras él descansaba. A
veces, furioso, abría la ventana de su cuarto y nos arrojaba un zapato que
esquivábamos hábilmente mientras corríamos a refugiarnos en el cuarto de mi
abuela. De tío Esteban habíamos oído decir que era un extravagante, un solterón
y un ocioso; de mi abuela, que estaba loca; de Julia y de mí, que no éramos
primos sino hermanos.
Tío
Esteban ocupaba parte de su tiempo en peinarse; ordenaba cuidadosamente frente
al espejo sus escasos mechones de su pelo hasta formar con ellos una especie de
casco uniforme y retinto, tarea inútil porque el pelo, al secarse, se
entreabría y dejaba al descubierto su calvicie. Además de cuidarse el pelo, tío
Esteban tenía otra pasión: un gato que se llamaba Roberto, aborrecido por las
mujeres de la casa desde el día que atrapó de un zarpazo a un colibrí; al advertirlo,
corrimos hacia el gato para salvar al pajarito. Pero ya era tarde: Roberto se
relamía, con los ojos más brillantes que de costumbre, como alimentados por
aquella trémula llama verde que acababa de devorar. Una semana después del
episodio, Roberto desapareció. Al principio nadie se preocupó por ello; quizá
anduviera por los techos, como otras veces, y en cualquier momento apareciera
de nuevo en la cocina, con el rabo caído y una oreja lastimada, maullando
frente a la botella de leche. Pero no fue así. Poco tiempo después Julia y yo
lo descubrimos muerto en la quinta del alemán. Ocultamos nuestro hallazgo. Nos
habían prohibido subir a la pared del fondo que daba a la quinta, pero a menudo
desafiábamos el peligro para robar naranjas. Nunca saltábamos la tapia; hacerlo
hubiera sido correr la misma suerte del gato. Provistos de un palo de escoba en
cuyo extremo habíamos dispuesto un alambre en forma de gancho, cortábamos de un
violento tirón las naranjas de los árboles cercanos. Abajo, los perros guardianes
de la quinta ladraban, echaban espuma por la boca, mostraban los dientes,
gemían de furia e impotencia. El alemán, un ingeniero agrónomo que vivía en el
centro de la ciudad, sólo les daba de comer una vez por semana para volverlos
más feroces. En su quinta había un tipo de naranja de piel muy fina,
extremadamente dulce, que a Julia y a mí nos desagradaba pero que hacía las
delicias de la abuela, no sólo a causa de su sabor, sino también porque las
características del fruto le permitían un curioso entretenimiento. Con sus
manos pequeñas apretaba la naranja hasta volverla blanda como una pelota de
goma; luego con un alfiler la pinchaba en un extremo y por allí comenzaba a
sorber el jugo, con expresión de éxtasis, lentamente. Sobre la mesa de luz
quedaban amontonadas las naranjas, exangües y arrugadas como las mejillas de mi
abuela.
Tío
Esteban no se resignó fácilmente a la desaparición del gato. Revisó las
habitaciones, abrió todos los roperos, temeroso de que Roberto estuviera
encerrado en alguno. Desconsolado, trepó al techo. "Robertito, minino
querido", repetía hasta el cansancio, y por las noches dejaba en el patio
un plato de carne picada por si volvía el ingrato.
Mis
tías dijeron que la ingratitud es propia de los felinos, que los gatos tienen
mal olor, que a los animales no se los debe llamar con nombres de cristianos,
que tío Esteban, en vez de lamentarse por esas tonterías, debía ponerse a
trabajar en algo útil, y que después de todo había en el mundo desgracias
mayores, como el caso de doña Teresa, la costurera.
¿Motivó
la desaparición del gato que tío Esteban comenzara a interesarse en Rudecindo y
emprendiera con él una tarea no demasiado apropiada a su carácter irritable?
Bastaba con que Julia o yo no supiéramos la tabla de multiplicar o cometiéramos
el menor error de ortografía para que tío Esteban arrojara el cuaderno contra
la pared y nos cubriera de insultos. A pesar de que no ignorábamos por las
conversaciones de los demás que sus enojos eran pasajeros ("Amaneció con
la luna", decían. "Es mejor no contradecirlo") temíamos sus
estallidos de cólera, sobre todo Julia, que a veces lloraba cuando él, fuera de
sí, exclamaba: "Cerebro de mosquito, como tu madre; no me extraña: de tal
palo tal astilla" olvidando que se refería a su propia hermana.
Como
mi abuela, tío Esteban era muy religioso; rezaba el rosario por las tardes, se
persignaba al pasar por una iglesia, y en las procesiones de Semana Santa
marchaba detrás del Cristo y de la Virgen de los Dolores. Las mujeres de la
casa se burlaban en secreto de tío Esteban y lo llamaban santurrón y anticuado
cuando él criticaba la desvergüenza de una parienta que, a su juicio, iba a
misa "escotada y pintarrajeada como una perdida".
Su
decisión de enseñar a leer y a escribir a Rudecindo fue considerada un disparate:
"Qué ganas de perder el tiempo. Una piedra aprendería con más
facilidad". Sin embargo, él persistió en su propósito. Tres veces por
semana, al atardecer, doña Teresa aparecía con su hijo. "No quisieron
admitirlo en ninguna escuela, don Esteban", le decía, "pero ya verá
que el chico es inteligente".
Tío
Esteban sentaba a Rudecindo en una silla frente a la mesa del vestíbulo, y
ponía fuera de su alcance el lápiz y la goma de borrar, sobre todo esta última
que Rudecindo miraba con ojos de codicia, entreabriendo la boca. Nosotros
observábamos la escena desde el corredor, y a menudo sofocábamos la risa cuando
tío Esteban, empeñado en que Rudecindo copiara una letra del abecedario,
inclinaba la cabeza sobre el cuaderno, movimiento que hacía despegar un largo mechón
de pelo que su alumno atrapaba, también con la intención de llevárselo a la
boca. Meses después, tío Esteban mostró a la familia el resultado de su
esfuerzo: una hoja cubierta de garabatos, en la que podía leerse con buena
voluntad "papá" y "mamá". Ya por entonces tío Esteban nos
permitía, después de sus lecciones, jugar al escondite o a la mancha con su
alumno, llevarlo a la heladería y a la plaza. A Julia y a mí nos divertía
pasear con Rudecindo; la gente se asomaba a los balcones para verlo; después,
en la plaza, los chicos interrumpían sus juegos y nos rodeaban, absortos. Julia
prodigaba a Rudecindo las mismas delicadezas que a su muñeca preferida: lo
sentaba cuidadosamente sobre el césped, le peinaba el flequillo, le arreglaba
el cuello del traje marinero. Si bien es cierto que Rudecindo no había
adelantado mucho en sus estudios, el esfuerzo mental y la disciplina impuestos
por mi tío desarrollaron en él cualidades que yacían aletargadas en su
naturaleza. Algo, como una luz interior, empezó a despejar la informe
superficie de su cara; los párpados se alzaron, las comisuras de su boca
adquirieron movilidad; sus manos, de palmas carnosas y rosadas, una gran
destreza. A veces, mientras las personas mayores dormían la siesta, Julia y yo
tomábamos algunas revistas ilustradas e íbamos al patio donde doña Teresa
trabajaba en la máquina de coser; Rudecindo, a su lado, llenaba de números dos
la hoja de un cuaderno: "El dos es un patito", murmuraba en voz baja,
recordando la lección de tío Esteban. Julia le pedía prestadas las tijeras a
doña Teresa para recortar figuras de flores y pegarlas en un álbum. Un día,
ante nuestra sorpresa, Rudecindo tomó la tijera y recortó a la perfección un
crisantemo.
Tío
Esteban, que aprovechaba cualquier oportunidad para instruirnos, nos aseguró
una vez que Rudecindo, de haber nacido entre los antiguos musulmanes, hubiera
gozado de un prestigio comparable al de un santo. Lo cierto es que Julia y yo
habíamos observado ya que Rudecindo ejercía ciertas influencias misteriosas
sobre los pájaros y otros animales. Era frecuente que los gorriones se
acercaran a él y se posaran en su cabeza; las palomas, al verlo, hinchaban el
buche y daban vueltas a su alrededor, confiadas, rumorosas. Pero el episodio
más sorprendente ocurrió una tarde cuando volvíamos de la plaza. Al pasar junto
a la quinta del alemán, los perros guardianes que mataron el gato de mi tío nos
reconocieron y empezaron a mostrar los dientes, amenazadores, detrás del
alambre tejido. Rudecindo se zafó de nosotros y echó a correr en dirección al
portón. En el acto los perros se calmaron: moviendo la cola, gemían
cariñosamente, las orejas echadas hacia atrás; luego se revolcaron en el pasto,
agitando en el aire sus patas encogidas y flojas, satisfechos y mimosos como si
una mano invisible les rascara la barriga.
Sin
embargo, Rudecindo no cambió por completo; de vez en cuando tenía raptos
durante los cuales recuperaba su aspecto oriental: entornaba los párpados, el
labio inferior le caía sobre el mentón huidizo; burbujas de saliva adornaban
nuevamente las comisuras de su boca.
Otro
detalle que nos llamó la atención fue la simpatía que mi abuela demostró por
Rudecindo no bien lo conoció, hasta el punto de regalarle uno de los caramelos
de leche que guardaba debajo de la almohada. Hacía más de veinte años que mi
abuela no se levantaba de la cama, y en los últimos tiempos hablaba y se
conducía como una muchacha soltera. El médico explicó a la familia que mi
abuela, al olvidar los años que siguieron a su casamiento, había recuperado la
felicidad. Algunas malas lenguas dijeron que era una lástima que hubiese
perdido la memoria porque la anciana, dos veces viuda y de una famosa belleza
en su juventud, tendría sin duda muchas cosas interesantes para recordar.
La
perturbación de mi abuela la llevó a evitar el trato de las personas mayores y
a enfurecerse cuando alguno de sus hijos, en un momento de descuido, la llamaba
mamá. Su tema favorito eran los noviazgos y rivalidades amorosas de hombres y
mujeres, la mayoría muertos, que había conocido a principios de siglo. En eso
era distinta de doña Celina, una de las pocas amigas de su generación, que
solía visitarla los domingos, a la salida de misa, y que no recordaba nada,
absolutamente nada, salvo el nombre de la medicina contra la arterioesclerosis,
o el de la pomada para aliviar el reumatismo. Al irse la visita, mi abuela
sonreía con dulzura. Decía: "¡Qué pena! Con ese peinado tan sin gracia y
esos dientes tan feos, Celinita nunca se casará".
A
Julia y a mí nos gustaba que mi abuela dijera que éramos novios. Yo pensaba
casarme con Julia cuando terminara mis estudios. ¿Tío Esteban, acaso, no nos
había explicado que el matrimonio entre hermanos, en las familias reales de
Egipto, estaba permitido?
Precisamente
el año en que terminé sexto grado, durante las vacaciones, mi abuela cambió de
actitud hacia Rudecindo. Estábamos en su dormitorio, hojeando viejos
ejemplares, de Caras y Caretas, cuando me llamó y me dijo en voz baja, con la
mirada fija en Rudecindo: "¿Quién es ese hombre? No lo conozco. Que se
vaya inmediatamente de mi cuarto". Divertido por esta nueva rareza de mi
abuela, al día siguiente le repetí a Julia sus palabras. "Tiene
razón", me dijo. "A mí, de sólo verlo, me da escalofríos."
Habían
pasado dos veranos desde que tío Esteban tuvo la idea de educar a Rudecindo,
sin obtener ningún éxito en su empresa, pero doña Teresa continuaba enviándolo
por las tardes a casa. "Pobrecito, conmigo se aburre", explicaba.
"Pero si molesta demasiado me lo mandan de vuelta con toda confianza."
Mis tías dijeron que Rudecindo no molestaba, que era muy juicioso, y que
nosotros deberíamos aprender de él, tan calladito, mirando durante horas la
figura del almanaque del vestíbulo (una bañista en el extremo del trampolín) o
aguardando pacientemente que asomara el cucú del reloj.
La
reacción de mi abuela hizo que yo reparara en el aspecto de Rudecindo.
Contrariamente a Julia y a mí, que crecíamos hacia arriba y teníamos las
piernas largas y flacas, el cuello frágil, la cara angosta, triangular
("Crecen como la mala hierba", decían de nosotros, "de un año a
otro ninguna ropa les queda bien"), Rudecindo crecía a lo ancho, sin
aumentar su estatura, hasta adquirir el aspecto de un enano musculoso. Sus
mejillas se cubrieron de vello; el timbre de su voz era ronco y monótono; hacía
pensar en el canto de los sapos, o de un repollo (si los repollos tuvieran
voz).
También
Julia había cambiado, aunque en otro sentido. En vez de salir conmigo prefería
pasear con sus amigas; cuchicheaban entre sí y de sus conversaciones me
excluían como a un intruso. Cuando una vez le propuse robar naranjas, me
contestó que una señorita no se trepa a las tapias, y que aquellos eran juegos
para chicos de mi edad.
-Sí
-continuó Julia-, Rudecindo es un puerco. Siempre mirando el almanaque con la
mano en el bolsillo del pantalón.
Ruborizado,
sin atreverme a levantar los ojos, balbuceé:
-No
entiendo lo que querés decir.
Luego,
en mi cuarto, lloré amargamente, culpable ante mí mismo, despreciado por Julia
y por el mundo.
Un
buen día decidió abandonar su nuevo estilo de señorita recatada para que
fuéramos a cortar naranjas de la quinta del alemán. Tuvo también la idea de
llevar a Rudecindo con nosotros: "Con él no hay peligro de que los perros
se alboroten y despierten a tío Esteban, que en castigo nos dejará el domingo
sin ir al cine". ¿Acaso Rudecindo no ejercía sobre los animales un extraño
poder, comparable al de Androcles, que acariciaba impunemente la rojiza melena
de un león ante la decepcionada muchedumbre de espectadores romanos? Yo tenía
mis dudas acerca de la eficacia de su poder porque, como decía mi tío, la
fuente de la gracia se agota con los malos pensamientos, y no eran precisamente
buenos aquellos que turbaban a Rudecindo delante del almanaque del vestíbulo.
Esa
tarde fuimos a buscarlo. Doña Teresa levantó a su hijo de la cama donde dormía
la siesta.
"Ustedes
son unos santos", nos dijo. "Miren que molestarse por él, y con este
calor." Llevamos a Rudecindo hasta el portón de la quinta. Habíamos
decidido que entretuviera a los perros mientras nosotros, desde la tapia del
fondo de mi casa, cortábamos naranjas con la mayor tranquilidad. Ágil como un
mono, Rudecindo trepó por el alambre tejido y de un salto cayó del otro lado
del cerco. Avanzó entre los árboles, se sentó a esperar. Nos disponíamos a volver
a casa cuando vimos a los perros que corrían presurosos en dirección a
Rudecindo. Entonces nos detuvimos a contemplar la consabida escena, la
conversión de las fieras en corderos, pero el milagro no ocurrió. Ante nuestras
miradas atónitas, los perros despedazaron a Rudecindo a dentelladas. Luego lo
arrastraron hacia el interior de la quinta.
Juan José Hernández,
entre otras obras, escribió: La ciudad de los sueños; Otro verano; La favorita;
Así es mamá; Escritos irreverentes; Claridad vencida.