Angélica Gorodischer: El inconfundible aroma de las violetas silvestres


La noticia se difundió rápidamente. Correcto sería decir que la noticia corrió como reguero de pólvora, si no fuera porque a esa altura de la civilización la pólvora era arqueología, cenizas del tiempo, leyenda, nada. Debido a la magia de esa civilización, se supo casi instantáneamente en todo el mundo. -¡Ooooh!-dijo la Zarina. Y hay que tener en cuenta que Su Graciosa Ilustrísima y Virginal Majestad Ekaterina V, Emperatriz de la Santa Rusia, había sido cuidadosamente educada para las hieraticidades del trono lo cual quería decir que jamás había levantado una ceja o movido una comisura de los labios, muchos menos había andando interjeccionando nunca de esa manera zafia y vulgar. No sólo dijo ooooh sino que se levantó y se puso a caminar por la estancia hasta llegar a las puertas encristaladas del gran balcón. Allí se detuvo. Abajo, cubierta de nieve, San Leninburgo parecía indiferente e inmutable: los ojos de la ciudad se entornaban bajo el peso del invierno. En palacio, los ministros y los consejeros se agitaban incómodos. -¿Dónde queda?-musitó la Zarina. Pero eso en Rusia, que está tan lejos y es tan atípica. En los países centrales hubo una verdadera conmoción. En Bolivia, en Paraguay, en Madagascar, en todas las grandes potencias y en las que aspiraban a serlo, Alto Perú, Islandia, Marruecos, hubo apresuradas conversaciones en los más altos niveles, ceños fruncidos, consultas con expertos. Oscilaron las monedas fuertes: subió el guaram, bajó medio punto el peso boliviano, la corona desapareció discretamente de las cotizaciones durante dos largas horas, se formaron colas frente a las casas de cambio en todas las grandes capitales. El presidente Morillo habló desde el palacio de Oruro y aprovechó para deslizar una advertencia (amenaza le llamaron algunos) a las dos repúblicas de Perú y a los sediciosos de la república de Minas Gerais. Morillo había puesto en la presidencia de Minas a su sobrino Pepe Morilho que había resultado un calzonudo al que cualquiera puede manejar, y ahora estaba arrepentido, amargamente arrepentido. Marruecos e Islandia se limitaron a pinchar levemente el trasero de sus diplomáticos a quienes suponían tomando granadina y jugo de mango mientras se hacían abanicar por lustrosos sirvientes allá tan al sur. La nota pintoresca llegó desde los Estados Independientes de Norteamérica, como no podía ser de otro modo. Nadie sabía que allí hubiera de nuevo un solo presidente para todos los estados, pero la cosa es que lo había: un tal Jack Jackson-Franklin que había sido actor segundón de vi-Deos y que a los ochenta y siete años había descubierto su muy patriótica vocación de estadista. Ayudado por una atracción tan singular como inexplicable, y por toda una dudosa genealogía según la cual descendía de dos presidentes que habrían gobernados los estados en sus días de grandeza, había logrado unificar, al menos por el momento, los setenta y nueve estados. Pues bien, el señor Jackson-Franklin dijo al mundo que ellos no lo permitirían. Así, que no lo permitirían. El mundo se rió de buena gana. Allá en el palacio de San Leninburgo los ministros carraspearon, los consejeros tragaron saliva a ver si agitando la nuez conseguían aflojar el cuello duro de la camisa de protocolo. -¡Ejem, jem, jem! Al sur, muy al sur, en el occidente, Majestad. -¡Es ¡umpff! ¡jem!, es, Majestad, un país diminuto en un territorio diminuto. -La noticia dice Argentina-dijo la Zalina mirando todavía a través de los cristales pero perdiéndose el espectáculo de la noche que empezaba a caer sobre los techos nevados y las orillas gélidas del Báltico. Ah, sí, eso es, eso es, Majestad, una republiqueta. Serguei Vassilievitch Kustkaroff, consejero de algo y hombre culto y sensible, intervino en la conversación: -Varias, Majestad, son varias. Finalmente la Zalina se volvió. Al diablo la noche en el Báltico, la nieve en los techos, los techos en las casas y las casas en la ciudad. Crujieron las sedas, las enaguas almidonadas, los encajes. Varias qué, consejero Kustkaroff, varias qué, no me venga con ambigüedades. -Lejos de mí, Majestad, semejante. -Varias qué. La Zalina lo miraba fijamente, los labios apretados, las manos inquietas, y Kustkaroff se estremeció, con toda razón. -Repú - rep - repúblicas, Majestad-se apresuró-. Varias. Parece que fueron un solo territorio antiguamente, muy antiguamente, y ahora son varias, varias repúblicas, pero sus habitantes, los de todas, los de todas las repúblicas, se nombran, el gentilicio es, quiero decir, se dicen argentinos. La Zarina dejó de mirarlo. A Kustkaroff lo invadió una sensación de alivio tan grande, que hasta se animó a seguir hablando: -Son siete repúblicas, Majestad: La del Rosario, Entre Dos Ríos, Ladocta, Ona, Riachuelo, Yujujuy y Labodegga. La Zarina se sentó: -Tendríamos que hacer algo-dijo. Silencio. Afuera ya no nevaba pero adentro parecía que sí. La Zalina miró al Ministro de Transportes. -Es resorte de su cartera-dijo. Kustkaroff se sentía magníficamente. Qué suerte ser consejero, nada más que consejero de algo. Al Ministro de Transportes, en cambio, se lo veía alterado: -Pienso, Majestad-alcanzó a decir. -No piense. ¡Haga algo! -Sí, Majestad-dijo el Ministro, y con una reverencia empezó a caminar hacia la puerta. -¡Adónde va!-rugió la Zarina, eso sí, sin mover una ceja ni una comisura. -A, a, a ver lo que se puede hacer, Majestad. Nada se puede hacer, pensó Serguei Vassilievitch con fruición, nada. Descubrió que no estaba desconsolado sino contento. Una mujer para colmo, pensó. Kustkaroff estaba casado con Irina Waldoska-Urtiansk, bellísima, quizá la mujer más bella de toda la Santa Rusia. También era posible que fuera cornudo: le hubiera sido muy fácil averiguarlo, sólo que no quería. Volvió sobre aquello: y para colmo una mujer. Miró a la Zarina y se asombró y no era la primera vez, de su belleza. No era tan bella como Irina, pero era magnífica. En el Rosario no nevaba, no porque fuera verano, que lo era, sino porque no nevaba nunca. Sin embargo, palmeras no: en Marruecos se hubieran sentido muy desilusionados, pero los diplomáticos no dijeron nada de la flora de la república en sus informes, un poco porque la flora de la república del Rosario ya no existía y otro poco porque los diplomáticos no son afectos a esas cosas. Los que no eran diplomáticos, es decir la población toda la de la república que en los últimos diez años había aumentado vertiginosamente y contaba ya casi con doscientas mil almas, estaba eufórica, feliz, triunfante. Rodeaban su casa, velaban su sueño, dejaban a su puerta costosas frutas importadas, la seguían por la calle. Un potentado puso a su disposición su Ford 99 que era uno de los Cinco autos que había en el país, y un loco que vivía en el cementerio de los espinillos acarreó agua desde la laguna Pará y cultivó para ella una flor y se la regaló. -Qué bien-dijo ella, y se puso soñadora-. ¿Habrá flores allí donde voy? Le aseguraron que sí. Se adiestraba todos los días. Como no sabía qué era exactamente lo que tenía que hacer para entrenarse, se levantaba al alba, corría alrededor del cráter Independencia, saltaba a la cuerda, hacía gimnasia, comía frugalmente, aprendía a contener la respiración y a pasar horas y horas sentada o acurrucada en posiciones extrañas, y a bailar el vals. Estaba casi segura de que lo del vals no le iba a servir para nada, pero le encantaba. Más allá mientras tanto, el reguero de pólvora se había convertido en un barril de dinamita aunque la dinamita también era leyenda y nada. Las pantallas informativas de todos los países, pobres y ricos, centrales y periféricos, desarrollados y no, sacaban unos titulares así de grandes conjeturando fechas, inventando semblanzas, tratando de ocultar, sin mucho éxito, la envidia y la confusión. La gente no se dejaba engañar: -Nos han ganado miserablemente-decía la ciudadanía de Bolivia. -Quién lo hubiera dicho-reflexionaba el hombre de la calle en Reyjkavik. El ex Ministro de Transporte de la Santa Rusia picaba piedras en Sibera. E1 consejero Serguei Vassilievitch Kustkaroff se acostaba con la Zarina, pero esto último es sólo una vil y sabrosa habladuria palaciega que nada tiene que ver con esta historia. -¡No lo permitiremos!-vociferaba Mr. Jackson-Franklin tironeándose nerviosamente el bisoñé-. ¡Nuestra gloriosa historia nos tiene prometido ese destino inmarcesible! ¡Seremos nosotros, nosotros y no ese despreciable país bananero, los señalados por el esplendor de la hazaña! Mr. Jackson-Franklin tampoco sabía que en la república del Rosario no había palmeras ni bananas, pero eso no se debía a carencias en los informes de los diplomáticos sino a carencia de diplomáticos. Los diplomáticos son un lujo que un país pobre no se puede pagar así que a menudo los países pobres se hacen los ofendidos y llaman a casa a los comendadores, licenciados, doctores y eventualmente generales, con lo que se ahorran alquiler, luz, gas, sueldos, para no hablar del costo de los banquetes y del dinero bajo cuerda. Pero los titulares grandes así se renovaban en las pantallas un día y otro día: "La Astronauta Argentina Sostiene que Llegará al Límite del Universo", "Fuentes Autorizadas Aseguran que la Nave Está en Condiciones a Pesar de Haber Permanecido Siglos Bajo Tierra o Precisamente por Eso", "¿Ciencia o Catástrofe?", "No es una Mujer, es un Transexual" (eso en la "Imperialskáia Gazeta", la más puritana de las pantallas informativas, más aun que "Il Piccolo Osservatore Lombardo" del Papado), ''Habría Partido la Nave", "El Primer Viaje Intergaláctico Después de un Intervalo de Siglos", "¡No lo permitiremos!" ("The Port Land Times"). Ella bailaba el vals. Se despertaba con el corazón alborotado, ensayaba peinados prácticos, corría, saltaba, tomaba sólo agua filtrada, comía sólo aceitunas, esquivaba a espías y peliodistas, iba todos los dias a ver la nave, a tocarla. Los mecánicos la adoraban. -Va a llegar, van a ver, va a llegar-decía el Cacho, desafiante. Nadie lo contradecía. Nadie apostaba a que no. Llegó, claro que llegó. No sin antes pasar por increíbles y múltiples aventuras en su largo viaje. ¿Largo? Nadie sabía ya quién había sido Langevin, de modo que nadie se escandalizó al ver que su teoria se contradecía y se mordía su propia cola, y que fuera cual fuese el lapso que hubiera tomado el trayecto, para los que quedaron fue cuestión de minutos. Un tal Cervantes por otra parte, personaje muy famoso en los primeros tiempos de la humanidad, aunque se discutía aun si había sido físico, poeta o músico, había planteado en uno de sus perdidos textos una teoría parecida. La nave despegó del cráter Independencia, que era la parte más desértica de toda la desértica república del Rosario, en un amanecer de otoño, a las 5.45 de la mañana. Se sabe la hora con tamaña exactitud porque todos los habitantes del país habían contribuido para comprar un reloj ya que la ocasión lo merecía (había uno, en el Convento de Clausura de las Siervas de Santa Rita del Casino, pero siendo de clausura el convento nada entraba ni salía de allí, ni las noticias, ni los pedidos, ni las respuestas ni nada), sólo que desgraciadamente la suma no había alcanzado. A alguien se le había ocurrido entonces la idea genial gracias a la cual se reunió el dinero, y el Rosario había alquilado su ejército para los desfiles a los países amigos, que no eran muchos ni muy ricos pero alcanzaban. Animados por el patriotismo y por la cercanía de la gloria había que ver a esos gallardos oficiales, a esos disciplinados soldados vestidos de oro y carmesí, defendidos por petos relucientes, tocados de yelmos emplumados, gomera y boleadora al cinto, marcando el paso de ganso por la capital de Entre Dos Ríos o los viñedos del Padrone Giol en Labodegga, al pie del Ande majestuoso. La nave despegó. Se perdió en el cielo. Y antes de que los habitantes del Rosario, la garganta apretada y los ojos nublados por la emoción, tuvieran tiempo de respirar dos veces, apareció un puntito allá arriba y se agrandó y se agrandó, y la nave volvió. Aterrizó a las 6.11 de la misma mañana de ese mismo día de otoño. E1 reloj está hoy en el Museo Histólico del Rosario. Ya no funciona, pero cualquiera puede verlo en su vitrina del Salón A. En el Salón B. en otra vitrina, está la así llamada"Hacha Intendéntica Carballensis", el arma fatal que segó la vegetación del Rosario y convirtió el país en un páramo. Como quien dice el Bien y el Mal codo a codo. Veintiséis minutos en la Tierra, muchos años a bordo de la nave. Ella, por supuesto, no llevaba reloj ni almanaque: aun alquilando diez ejércitos no hubiera podido el Rosario comprarlos. Pero fueron muchos años ella lo sabía. Salir de la galaxia fue una pavada. Se hace en dos saltos, como cualquiera sabe, siguiendo las instrucciones que dio hace siglos Albert Einsteinstein, ese genio multifacético virtuoso del violín, autor de películas de ciencia ficción y estudioso del espacio tiempo. Pero la nave no puso proa al centro del universo como habían hecho sus predecesoras en la época de los descubrimientos y la colonización, no, la nave enfiló hacia el borde. También sabe cualquiera que no hay nada en el universo, ni el universo mismo, que no se vaya debilitando hacia los bordes. Desde los panqueques hasta las arterias, pasando por el amor, las gomas de borrar, las fotografías, la venganza, los trajes de novia y el poder, todo tiende a ir cambiando imperceptiblemente al principio, rápidamente después, todo tiende a hacerse más laxo y borroso, a deshilacharse a medida que se va del centro hacia las orillas. En el espacio de dos respiraciones, una y media, en el espacio de muchos años, ella pasó por lugares habitados e inhabitables, mundos que alguna vez habían sido clasificados como existentes, mundos que no figuraban ni habían figurado ni probablemente figurarán en ninguna cartografía. Planetas de exilio, arenas que cantan, jirones de minutos, remolinos de nada, chatarra espacial, para no hablar de seres y cosas que están más allá de toda descripción, tanto que suelen pasar inadvertidas cuando las miramos; todo eso y conmociones, miedo sobre todo, y soledad. Se le agrisó el pelo en las sienes, la carne perdió su firmeza, le aparecieron arrugas alrededor de los ojos y de la boca, se le inflamaron las rodillas y los tobillos, dormía menos y entrecerraba los ojos y se alejaba para leer las cifras en las consolas. Y hubo un cansancio tan intenso que era casi desaliento. Ya no bailaba el vals: ponía una vieja cinta en un viejo aparato y escuchaba y movía la cabeza cana al compás de la orquesta Llegó al límite del universo. Allí se terminaba todo, tan completamente que desapareció el cansancio y se sintió otra vez llena de entusiasmo como cuando era joven. Hubo indicios, por supuesto, lluvias de sal, apariciones, pinceladas de blanco en el espacio negro, extensos huecos de sonido, ecos de voces de los que habían muerto hacía mucho dando órdenes siniestras, ceniza, tambores; pero cuando estuvo ya sobre el límite mismo, los indicios dieron paso a la señalización espacial: "Fin", "Límite del Universo", "Compañía de Seguros Generales Cosmos S.A., SU Compañía, le Aconseja: No Siga", "Aquí Termina el Espacio de Protección al Cosmonauta", etc. y el polígono escarlata adoptado por la O.M.U.U. como signo de se terminó abandonad toda esperanza, the end. Listo, había llegado. Correspondía, por lo tanto, volver. Sólo que a ella la idea de volver ni se le ocurrió. Las mujeres son puro capricho, como los chicos: en cuanto consiguen lo que quieren ya están queriendo otra cosa. Siguió. Al atravesar el límite hubo un sacudón. Después silencio, descanso, quietud. Algo muy alarmante, de veras. Las agujas no se movían, las luces no titilaban, los conductos del aire no siseaban, los alvéolos no vibraban, al asiento no la mecía, las pantallas estaban en blanco. Se levantó, se acercó a los visores miró, no vio nada. Era bastante lógico: -Claro-se dijo-, una vez que el universo termina, ya no hay nada. Miró otro poco por los visores por si acaso. Siguió sin ver nada pero se le ocurrió algo: -Pero yo sí-dijo-, yo sí, y la nave. Se puso un traje espacial y salió a la nada. Cuando la nave aterrizó en el crater Independencia, república del Rosario, veintiséis minutos después de haber despegado, cuando se abrió la escotilla y ella apareció en la rampa, el espíritu de Paul Langevin planeó sobre el crater riéndose a carcajadas. Solamente lo oyeron el loco que había cultivado para ella una flor en el cementerio de los espinillos y una mujer que iba a morir ese día. Los demás no tenían oídos ni dedos ni lengua ni pies: ojos nada más, para mirarla. Era la misma muchacha que había partido, la misma, y eso tranquilizó y desilusionó al mismo tiempo a los habitantes del país, a los diplomáticos, los espías y los periodistas. Sólo cuando ella bajo y se acercó vieron que traía del viaje una red de arrugas finitas alrededor de los ojos. La otra vejez había desaparecido, y si hubiera querido, hubiera podido bailar el vals incansablemente, días y noches, tardes y madrugadas. Los periodistas se abalanzaron, los diplomáticos hicieran señas, disimuladas creían ellos, a los portadores de sillas de manos para que estuvieran listos para llevarlos a sus residencias en cuanto hubieran oído lo que ella tenía que decir, los espías sacaron fotos con sus máquinas ocultas en los botones de la camisa o en las muelas del juicio, los viejos juntaron las manos, los hombres se llevaron los puños al corazón, los chicos saltaron, las jovencitas sonrieron. Ella, entonces, contó lo que había visto: -Me saqué el casco y el traje -dijo- y caminé por las avenidas invisibles que olían a violetas. No sabía que el mundo entero estaba pendiente de lo que decía; que Ekaterina V había hecho levantar de la cama a Serguei Vassilievitch a las cinco de la mañana para que la acompanara al gran salón en el que esperaría las noticias; que uno de los setenta y nueve estados del norte se declaraba independiente ya que el presidente no había impedido nada ni había conseguido ninguna gloria, y encendía en los otros setenta y ocho la chispa de la rebelión, con lo cual Mr. Jackson-Franklin escapaba de la casa blanca sin bisoñe, en piyama, lleno de frío y de bronca; que Bolivia, Paraguay e Islandia admitían a las dos repúblicas de Perú en el nuevo tratado de alianza y defensa ante un posible ataque venido del espacio; que en Paraguay los altos mandos de la aeronáutica se comprometían a construir una nave para ir hasta más allá de los límites siempre que se les asignara impunidad y mayor presupuesto, debido a todo lo cual el guaraní bajaba los dos puntos que había subido y otro más; que don Schicchino Giol, nuevo Padrone de la república de Labodegga al pie del Ande majestuoso, se despertaba de su última mamúa para enterarse de que tenía que firmar una declaración de guerra a la república del Rosario, ahora que se conocían las fuerzas del enemigo. -¿Eh? ¿Qué? ¿Cómo?-decía don Schicchino. -Vi la nada de todas las cosas-decía ella-, y todo estaba impregnado del inconfundible aroma de las violetas silvestres. La nada del mundo que es como el interior de un estómago que late sobre tu cabeza. La nada de las personas, un revés negro con vasos y filamentos que desprende sueños de orden y destinos imperfectos. La nada de los bichos de alas correosas que es un desgarrón en el aire y un bisbiseo de patas. La nada de la historia, que es el degollamiento de los inocentes. La nada de las palabras que es una garganta y una mano que hacen estallar lo que tocan en papel picado, la nada de la música que es música. La nada de los recintos, de las copas de cristal, de las costuras, de las cabelleras, de los líquidos, de las luces, de las llaves y de los alimentos. Cuando terminó la enumeración, el potentado del Ford 99 le dijo que le regalaba el auto y que día por medio le mandaría con uno de sus sirvientes un litro de nafta para que pudiera salir a pasear. -Gracias-dijo ella-, usted es muy generoso. El loco se fue, mirando para arriba, vaya a saber buscando qué. La mujer que iba a morir ese día se preguntó qué haría de comer el domingo, cuando llegaran sus hijos y sus nueras a almorzar. El presidente de la república del Rosario dijo un discurso. Y todo siguió igual en el mundo, salvo en que Ekaterina V nombró Ministro del Interior a Kustkaroff, cosa que terminó con la tranquilidad del pobre hombre pero le vino de perillas a Irina para renovar su guardarropas y su stock de amantes, que Jack Jackson-Franklin vendió sus Memorias a una de las más sofisticadas revistas del Paraguay por una suma sideral con la que se retiró a vivir en la Imerina; y que seis naves de seis potencias mundiales partieron hacia el límite del universo y no volvieron nunca. Ella se casó con un buen muchacho que tenía una casa con un balcón, una bicicleta pintada de blanco y una radio en la que en días claros se podían oír los radioteatros que transmitía L.L.L.1 Radio Magnum de Entre Dos Ríos, y bailó el vals calzada con zapatos de raso blanco. El día en que tuvo su primer hijo apareció una yema de un verde muy pálido a orillas de la gran laguna.


Angélica Gorodischer, entre otras obras, escribió: Cuentos con soldados; Casta luna electrónica; Cómo triunfar en la vida; Las nenas; A la tarde cuando llueve; Menta; Querido amigo.