A veces nos sucede en medio de un solo de guitarra de Grapelly, aunque también me acuerdo de una vez que pusieron “Cotton tail”, con Ermelín, y debió tratarse sin duda de una asociación de ideas, porque en el “Cheyenne” nunca hubo nada de Ermelín, pero igual Bayón y yo nos miramos un rato en silencio, y era que yo me acordaba del snipe, de la mujer que vigilaba la máquina tragamonedas, de la casita de San Clemente, y antes que nada, de la línea horizontal de la playa, que Belén, enfundada en su malla verde, tan ceñida, no interrumpe como antes, no puede ahora interrumpir.
Yo
me acuerdo Bayón, de tu casa de San Clemente, con aquel olor persistente a
laurel, que tal vez venía de la ligustrina, y que combinado con las ráfagas
saladas, inundaba las habitaciones. Me acuerdo del snipe –medio arruinado– que
por aquel entonces tenías y que después tu viejo, que para eso es el dueño de
la Herboquímica del Sud y puede –te lo cambió por un lightning, con el cual
hicimos regatas y también, algo después, para olvidamos un poco– un viaje al
Uruguay con Funes y Mazzini.
Me
acuerdo sobre todo de tu prima Belén, que vino a Pinamar, ya bastante quemada
queriendo que le enseñásemos el manejo del snipe, insistiendo en que debíamos
mostrarle el sitio donde tomábamos sol: un foso detrás de unos pinos, junto a
un sendero de despojos, que olía fuertemente a resina.
Fuimos
nosotros quienes le enseñamos a armar sus primeros cigarrillos y a amar las grandes
formaciones de nubes y las masas de eucaliptus que se funden con el cielo.
Fuiste vos Bayón, el que un día empezó a mirarla como a un juguete, como algo
más que un juguete. Yo, al principio, también me creía que era un juguete, con
esa mata de pelo rojo, como licor derramándose sobre sus hombros. Con su cara
redonda e infantil, con un vago sabor a malicia y a juegos de chicos. Después
el asunto se puso serio. Navegábamos los tres en el snipe, manejando por turno,
sintiendo a nuestras espaldas las luchas fraguadas, cortadas por risas, por
bruscos silencios, viendo de soslayo el humo de tus eternos cigarrillos negros,
Bayón, la malla verde cubriendo un cuerpo apenas ondulado.
Por
las noches nos íbamos a vagabundear por ahí, sintiendo una ligera nostalgia por
el snipe, amarrado junto al muelle, viendo emerger en las esquinas la sombra
azul de prusia de un pino. Entonces nos metíamos en el primer café con máquina
tragamonedas, preferíamos ostensiblemente el “Cheyenne”. Había allí discos de
la primera época de Coltrane, de Grapelly, de Chet Baker. La patrona, una mujer
de ojos eternamente hipnotizados, seguía con pasión de entendida los ritmos, y
nosotros la mirábamos con un ligero pudor.
Era
como un juego, pero a esa altura ya sabíamos que no era un juego, y la quisimos
a Belén. La quise sin habilidad, con torpeza de muchacho que tiene miedo. Vos
también Bayón, extendido con nosotros en el foso, junto a los pinos, mientras
el sol nos tostaba vuelta y vuelta, la quisiste, soñando con un estanque con
hojas de ceibo y achiras, y ella y vos juntos. Sé que la quisiste y que soñabas
con eso, sé que yo soñaba.
El
foso era profundo. Un foso amarillo y profundo, de arenas doradas, que relucían
con un extraño color ocre, cerca del mediodía. Entonces Belén se adormecía,
cansada de navegar y de jugar con el perro del bañero. Era preciso despertarla
y sacudirla fuertemente y ver otra vez sus ojos selváticos, olvidados de la
vida.
Decidimos
que se lo dirías, que le hablarías de ese sentimiento doloroso de quererla.
Para que ella, sin pensarlo, contestara luego lo único que no debió contestar,
aquello que finalmente nos impulsaría a la acción.
Fue
un día nublado, con corvinas que parecían talladas debajo del agua. Los
pescadores nos saludaban desde lejos, desde las lanchas con grandes gritos,
agitando las gorras.
Mucho
después supe –me lo dijiste abruptamente Bayón, sabiendo que esos instantes
algún día habrían de dolerme muy hondo– que ella se te rió en la cara. Que le
hablaste de tu amor que era el mío y que se rió con largas carcajadas. Que dijo
que no, que muchas gracias; que para eso todavía había mucho tiempo, muchos
años. Y esa risa se te clavaba, se me clavó como un gran alfiler rojo. Entonces
fue que nos decidimos. Porque no tuvimos durante ese largo verano otra cosa que
el doble dolor de amarla, y sabíamos que de alguna manera misteriosa ese
sentimiento iba a marcarnos para toda la vida.
Aquella
mañana fuimos como otras mañanas a ver subir las aguavivas, esos húmedos
cuerpos sin forma. –Mejor vayamos a tomar sol –insistía Belén–. Vos, Bayón, me
acuerdo, me miraste.
–Todavía
no –le contesté–. Vale la pena mirar las aguavivas. Parecen cuarzo.
–Es
por el sol –dijiste vos.
–Eso,
sol –dijo Belén–. Quiero tostarme, tomar sol.
Entonces
fuimos al foso. A lo lejos se oían voces. Las de los pescadores que regresaban
a la playa. La del bañero llamando al perro. Vos, fríamente, encendiste un
cigarrillo. Belén estiró las piernas, esas piernas largas que nos hacían pensar
en una bailarina o en una gimnasta. Yo miré hacia la playa, soñando con su
quietud amodorrada, con nuestra espera.
Nos
observamos, Bayón, y sé que pensaste como yo que éramos cobardes, que
estábamos desesperados, que estábamos locos. Que después, para el otoño,
cuando volviésemos a Buenos Aires, no podríamos recordar esa franja de playa
sin un escalofrío. Igual agarramos las palas, que la noche anterior habíamos
ocultado bajo los despojos del camino. Igual arrojamos sobre el cuerpo quieto,
estirado perezosamente, los primeros grandes puñados de arena, y vimos como se agitaba
primero, quería luego erguirse y caía abatido después. Cómo la arena seguía
cubriendo la malla, las largas piernas, el pelo color caoba, hasta tapar el
foso por completo.
No
te miré Bayón. No pude mirarte. Estaba cansado y tenía los ojos cerrados; un
silencio implacable empezaba a crecer dentro de mí.
El
mismo silencio que, a veces, en medio de un solo de guitarra de Grapelly o de
Reinhardt, nos reúne de nuevo con la línea horizontal de la playa, con el
cuerpo adolescente, enfundado en una malla verde, unas largas piernas, un pelo
rojo, como licor derramado sobre sus hombros. Otro verano.
Amalia Jamilis escribió: Detrás
de las columnas, Los días de suerte; Ciudad sobre el Támesis; Madán; Los
trabajos nocturnos; Parque de animales.
