Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. “Nuestras” en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que
yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi
cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una
prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a
salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor
posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos
naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos
llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los
padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado,
y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara.
Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente
para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez
que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos
inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía
habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar
el papel de enamorado y a de-cirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo,
cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su
resplan-deciente perfección.
A Paulina le agradaba que yo recibiera
amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser
dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos
para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por
primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico
derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato
después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que
se refiere al cuento que me leyó —Montero me había encarecido que le dijera con
toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte—, acaso
fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores
positivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una
determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del
violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el
alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir
almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría.
Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el
bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un
esteroscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había
muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de
su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
—Vuelva mañana por la tarde —le dije—. Le
presentaré a algunos.
Se describió a sí mismo como un salvaje y
aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él
hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el
jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a
través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere
la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores
de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de
caramelo. Montero lo vio de noche.
—Le seré franco —me dijo, resignándose a
quitar los ojos del jardín—. De cuanto he visto en la casa esto es lo más
interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a las
cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita
china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era
un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor
me aseguró que simbolizaba la pasión.
Paulina puso el caballito en un estante de
la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando
le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me
besó.
Tomamos el té en el antecomedor. Le conté
que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto
creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra
(nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de
economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la
distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo;
lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros
que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que
renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente
que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados. Yo no me
sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para
dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible.
Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso,
fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que
nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a
Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con
Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta.
Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde
estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución
de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor.
Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una
generosa, alegre y sorprendida gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre
se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo.
Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el
resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con
Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas,
pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de
encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis
Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
—Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el
fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente
vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció
con Paulina y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con
despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo
quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
—Es muy tarde. Me voy.
Montero intervino rápidamente:
—Si me permite, la acompañaré hasta su
casa.
—Yo también te acompañaré —respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero.
Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no
tenía el caballito chino. Le dije:
—Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la
estatuita. Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín.
Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado.
En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió. Cuando nos despedimos de
Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de
literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el
literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer.
Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad
literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el
interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo
fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina.
Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó
con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a
casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y
esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
—Estás cambiada.
—Si —respondió—. ¡Cómo nos conocemos! No
necesito hablar para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de
beatitud.
—Gracias —contesté.
Nada me conmovía tanto como la admisión,
por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas.
Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté
(incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de
que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación.
Oí de pronto:
Esa primera tarde ya estábamos
perdidamente enamorados.
Me pregunté quiénes estaban enamorados.
Paulina continuó.
—Es muy celoso. No se opone a nuestra
amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración
que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía
qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja.
Paulina agregó:
—Me voy. Julio está esperándome. No subió
para no molestarnos.
—¿Quién? —pregunté.
En seguida temí como si nada hubiera
ocurrido— que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas
no estaban tan juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
—Julio Montero.
La respuesta no podía sorprenderme; sin
embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos
palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le
pregunté:
—¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. Creo que me
invitó a su casamiento.
Después me encontré solo. Todo era
absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que
Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se
había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo
había entrevisto la espantosa Verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que
sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré
el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco.
Salí a caminar. En una esquina miré una
calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
Durante años la recordé y como prefería
los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la
ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a
vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones
para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre
de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la
muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su
amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el
nombre pronunciado.
Acepté la beca, y, silenciosamente, me
ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la
última tarde me visitó Paulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la
vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición
era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
—Siempre te querré. De algún modo, siempre
te querré más que a nadie.
Tal vez creyó que había cometido una
traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como
disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran–si no para mí, para un
testigo imaginario–una intención desleal, agregó rápidamente:
—Es claro, lo que siento por ti no cuenta.
Estoy enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia.
El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De
nuestro amor, o amistad, no se acordó.
Después hablamos poco. Yo estaba muy
resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta
retumbó, inmediata, la lluvia.
—Buscaré un taxímetro —dije.
Con una súbita emoción en la voz, Paulina
me gritó:
—Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a
lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado
en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el
portón de vidrio. Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada se
cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero,
apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios.
Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros
monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo
del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué.
Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina. En mis dos años
de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con
argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios.
Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan
real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que
yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del
primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a
pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos
fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me
detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de
congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me
conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en
lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la
ventana, la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina y
compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con
estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo —seis meses
por lo menos— yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades
le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:
—¿Tostado o blanco?
Le contesté, como siempre:
—Blanco.
Volví a casa. Era un día claro como un
cristal y muy frío.
Mientras preparaba el café pensé en
Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
Como en un sueño pasé de un afable y
ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de
Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por
primera vez todo el dolor de haberla perdido.
Su llegada ocurrió así: tres golpes
resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su
culpa se enfriaría el café, abrí, distraídamente.
Luego —ignoro si el tiempo transcurrido
fue muy largo o muy breve— Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que
ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores
de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores,
soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación. Cuando me
pidió que la tomara de la mano (“¡La mano!”, me dijo. “¡Ahora!”) me abandoné a
la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas
también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía.
Interpreté esa lluvia —que era el mundo entero surgiendo, nuevamente— como una
pánica expansión de nuestro amor.
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir
que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando
ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la
característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas
tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando
vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el
rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no
me la habían cambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la
mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y
de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de
Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que
me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
Paulina dijo:
—Me voy. Julio me espera.
Advertí en su voz una extraña mezcla de
menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina,
en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se
había ido.
Tras un momento de vacilación la llamé.
Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De
vuelta, sentí frío. Me dije: “Ha refrescado. Fue un simple chaparrón”. La calle
estaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las
nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún
conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí
la punta de un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos a
vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara… De pronto,
mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba
contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había
comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos.
(Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
Me parecía imposible tener que esperar
hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que
iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes
con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo –Luis Alberto
Morgan me pareció el más indicado– y pedirle que me contara cuanto supiera de
la vida de Paulina durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme y
dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba
dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve
la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que
uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de
Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía
hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de
esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina
aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. E1
rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de
la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras,
que las almas quizá no comparten.
¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba
enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca
había conocido a Paulina?
Elegí una imagen de esa tarde –Paulina
ante la oscura y tersa profundidad del espejo– y procuré evocarla. Cuando la
entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina.
Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son
facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la
vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitable
energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como
en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de
Paulina, apareció el caballito de piedra verde.
La visión, cuando se produjo, no me
extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en
casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una
superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más
reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y
debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que
averiguaría después, patética. “Si no me duermo pronto”, pensé, “mañana estaré
demacrado y no le gustaré a Paulina”.
Al rato advertí que mi recuerdo de la
estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el
dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en
manos de Paulina o en las mías).
Aterrado, quise mirar de nuevo esos
recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera,
con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de
que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y
sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la
biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral
rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con
escaso interés, noté que ese personaje era yo.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no
por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura
y de su tristeza. Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño
no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con
fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. Eran las cinco. Me
levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta
resolución no mitigó mi angustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un
largo baño y me vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero
me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección
de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo,
que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la
dirección a los padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempo
(cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con
ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el
ánimo.
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan.
Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin
ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en
una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza
Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se
paseaba descalza por el pasto húmedo.
Morgan me recibió en la cama, abocado a un
enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entre vi un líquido blancuzco y,
flotando, algún pedazo de pan.
—¿Dónde vive Montero? —le pregunté.
Ya había tomado toda la leche. Ahora
sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.
-Montero está preso -contestó.
No pude ocultar mi asombro. Morgan
continuó:
—¿Cómo? ¿Lo ignoras?
lmaginó, sin duda, que yo ignoraba
solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido.
Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también
llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos
incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran
familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente:
Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa.
La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos,
la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera
y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo.
Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche
anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vida
solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar
en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo
le pregunté a Morgan:
—¿Te acuerdas de la última reunión, en
casa, antes de mi viaje?
Morgan se acordaba. Continué:
—Cuando notaste que yo estaba preocupado y
fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
—Nada —contestó Morgan, con cierta
vivacidad—. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
Volvía a casa. Me crucé, en la entrada,
con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:
—¿Sabe que murió la señorita Paulina?
—¿Cómo no voy a saberlo? —respondió—.
Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
—¿Le ocurre algo? —dijo, acercándose
mucho—. ¿Quiere que lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia
arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber
recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos
cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo,
pensando: “Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el
matrimonio con Montero había sido un equivocación —una equivocación atroz— y
que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su
destino, nuestro destino”. Recordé una frase que Paulina escribió, hace años,
en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: “Anoche, por fin.
En el momento en que la tomé de la mano”. Luego me dije: “Soy indigno de ella:
he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte”.
Paulina me había perdonado. Nunca nos
habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez de amor,
victoriosa y triste cuando me pregunté —mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado
por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó— si no habría otra
explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me
alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco
de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi
horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Estos, por su
parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba
a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los
celos de mi rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la
visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la
esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus
explicaciones— ¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?— la mató a la
madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre
esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que
después ocurrió allí, fue un a proyección de la horrenda fantasía de Montero.
No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo
tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron.
Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina —en la
víspera de mi viaje— no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la
sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos
oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba
seca.
Otro indicio es la estatuita. Un solo día
la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del
lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, por que
Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio.
Ni siquiera conoció Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un
modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de
Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque
estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es
la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he
conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano —en el
supuesto momento de la reunión de nuestras almas— obedecí a un ruego de Paulina
que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.