Nadie imaginó que en aquella iglesia cupiera tanta gente ni que alguna vez hubiesen de ser invadidas sus naves por una horda de vecinos pacíficos, capaces ahora de los mayores excesos. Lo cierto es que no menos de mil doscientas personas, contando los niños de pecho, estaban allí hacinados, durmiendo en el suelo, sobre bancos y al pie de los altares, preparándose sus comidas en improvisados hornillos, satisfaciendo con naturalidad las necesidades apremiantes de la vida y abandonándose a extremos y desórdenes de la promiscuidad y la desesperación. Todavía estaba sin terminar el interior de la iglesia y las fachadas sin revestir; paneles, columnas, zócalos, mostraban como tejidos desollados los ladrillos y el grosero material de la construcción que habría de desaparecer pronto bajo mármoles y estucos. Pendían aún los andamios contra las paredes y se notaba que el trabajo se interrumpió en forma inesperada.
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Cuentos de escritores argentinos
Ezequiel Martínez Estrada: La inundación
Sin
embargo, estaban colocadas ya en sus hornacinas y peanas las imágenes y
concluida la instalación del inmenso órgano, que abarcaba toda la pared
testera, cerrando el coro una baranda de cedro labrada y esculpida con primor.
Los colosales tubos plateados brillaban a semejanza de blandones en un
candelabro apocalíptico. El altar mayor y el púlpito estaban concluidos
también. Desde el año anterior se oficiaba misa, y en aquel púlpito del padre
Demetrio se quejó infinidad de veces de la endeble y tibia fe de los habitantes
de General Estévez. Le era imposible congregar los domingos a más de cincuenta
personas, siempre las mismas. Ahora estaba ahí el pueblo entero, con lo que habían
podido llevar consigo, aglomerados, forzosamente guarecidos bajo la triple y
enorme bóveda del templo, tal como lo presagiara un día de cólera el sacerdote;
es decir, impelidos por un desastre de bíblica magnitud.
Ornaban
los vitrales, iluminadas por la tenue luz del exterior, escenas de la vida de
San Julián, a quien se consagró la iglesia grande y suntuosa como una catedral.
Lo demás era un horror. Familias íntegras formaban pequeños campamentos,
separadas entre sí por cortinas hechas con frazadas o sábanas tendidas de
cuerdas y alambres, que aprovechaban para secar la ropa. El humo de los
braseros y del tabaco y el vaho de las cacerolas y de las ropas que se usaban,
todavía húmedas, formaban una densa atmósfera que oprimía el pecho, bien
distinta de la nube angélica del incienso que solía quemarse, fuera de las
ceremonias, para amortiguar la acritud de las emanaciones de tantos seres y
objetos apiñados.
Hacía una
semana que estaban allí, refugiados de la inundación, que había cubierto casi
completamente el pueblo. El agua formaba una inmensa laguna y no se veían
pájaros, ni siquiera cerca de la iglesia. Tras una sequía de tres meses, que
obligó a llevar los ganados muy lejos, desbordó el río Largo como desde
cincuenta años no se tenía noticia. A los tres días de lluvia diluviana salió
del cauce y se volcó en la hondonada, donde alzábase la población. A la
distancia se veían los techos y los molinos, las copas de los árboles y maderas
y enseres boyantes.
Los
vecinos huyeron despavoridos, a pie, transportando en carros y jardineras lo
que pudieron cargar en el apuro. No menos de sesenta vehículos cargados de
víveres, ropas y vituallas de toda clase. De muchos sólo quedaban las ruedas y
los herrajes, porque les arrancaron la madera para hacer fuego. Los caballos
pastaban sueltos, sin que se apartaran mucho de los carros, debajo de los
cuales los perros se guarecían en lo más recio de los chaparrones.
Al ir
llegando a la iglesia la caravana, el padre Demetrio quedó aturdido. En vano
intentó oponerse a que tuvieran asilo en ella los fugitivos. Al principio
rogaron con humildad, y al fin exigieron. Bajo la llovizna que caía lenta,
insistentemente, hombres y mujeres comenzaron a rugir con igual fiereza. El
padre Demetrio, anciano de setenta años, y el sacristán, don Pedro, más viejo
todavía decidieron abrir de par en par las puertas. Tuvo la impresión el
anciano sacerdote de una profanación en masa y como si la turba pasara con los
botines cubiertos de barro sobre su cuerpo y sobre los santos objetos del
culto. El alud penetró y fue ocupando los espacios libres, según la importancia
que cada cual se atribuía. Las familias principales se instalaron en la
sacristía, junto al altar mayor o en el coro; las más humildes en las naves
laterales. Separados o contiguos, los vecinos de General Estévez conservaban
incólumes sus viejos enconos, rivalidades y desprecios. Por lo cual
encontrábanse en situaciones muy embarazosas cuando, por motivos apremiantes,
habían de dirigirse la palabra aquéllos que durante años se negaron el saludo.
El agua invadió las casas por igual, y el mismo instinto de conservación los
reunió sin reconciliarlos. Otros, en cambio, reanudaron el trato, especialmente
las mujeres. Y como los días y las noches eran interminables, hasta trabaron
una segunda amistad.
La iglesia
había sido construida sobre una colina, a tres kilómetros de General Estévez,
yendo hacia Felipe Arana, que distaba cinco leguas, más o menos. Don Julián
Fernández dejó un legado de toda su fortuna, al morir octogenario, para que se
elevara allí mismo ese templo, que costaba dos millones de pesos, y para cuyo
sostenimiento destinó los réditos de un millón, depositados en títulos. Allí,
allí mismo, recibió él, volviendo de un viaje, una prueba inequívoca de la
protección de su santo patrono. Al desbocarse los caballos de la volanta y
destrozarla y matarse ellos, quedó ileso. Nadie se explicaba el hecho sino como
un milagro, y él, poco a poco, fue aderezándolo, sin proponérselo, con
presagios y ulteriores sueños que le confirmaron que era así.
Para
edificar la iglesia, empezada cinco años antes, hubo de llevarse todo desde
Buenos Aires: materiales y operarios. El envío de gente y de cosas ocupó casi
totalmente las líneas férreas en todo ese lapso, y aún seguían llegando vagones
y vagones con materiales. Ingenieros, arquitectos, artistas y artesanos vivían
consagrados a la obra con una especie de obcecada devoción. Había albañiles de
toda especialidad, carpinteros, cerrajeros, pintores, mosaiquistas, un mundo de
personas constantemente en movimiento, como hormigas. Al comienzo se pensó que
jamás se acabaría todo lo que se proyectaba hacer; ahora estaba hecho y en tres
años más esplendería como una joya en la soledad del campo.
Aquella
invasión de seres que parecían haber perdido el pudor y la razón, fue
contemplada por el sacerdote como castigo del cielo y resultado natural de los
pecados de incontinencia que todo el mundo sabía muy bien que cometió el
testador. El primer día el padre Demetrio cayó en un estado de agobio y
permaneció en su habitación, rezando de rodillas. Cuando don Pedro le ofreció
el almuerzo, no contestó. Prorrumpió en insultos y en mutiladas frases en
latín, que tanto podían ser fragmentos de oraciones como de invectivas dignas
de los profetas. Don Pedro no atinaba a explicarse ese estado de abatimiento,
acostumbrado a verlo más bien jovial y agradecido del Señor hasta por los
sucesos más insignificantes. Le conocía desde muchísimos años, veinte al menos;
desde cuando peregrinaba de un pueblo a otro con su bolsa de “linyera”. Un buen
día se avino a la paz y al sosiego eclesiásticos, sin soñar que de la humilde
capilla irían a residir en una iglesia que todos admiraban con estupor. El
padre Demetrio lo acogió de buen grado, aunque con los años comenzó a tomarle
aprensión por considerar excesivo su fervor en algunos días y venírsele a la
memoria aquella antigua vida de andariego solitario, nunca explicada. Pero
apóstoles y santos hubo que hicieron lo mismo, y de ahí que el padre Demetrio
nunca se decidiese a despedirlo, ni siquiera en aquellos otros días en que era
indudable que los diablos les desbarataban el humor. Se toleraban con
indulgencia, convencidos de que se podía convivir sin afectos de ninguna
especie. Nadie simpatizaba con ellos, y menos con el padre Demetrio, por su carácter
irritable y huraño. La consecuencia era que muy pocos hombres concurrían a la
iglesia, excepto en los funerales y ceremonias de pompa, y que las mujeres
consideraban el deber de oír misa el domingo como uno de los ineludibles
menesteres domésticos.
Ahora la
desgracia los había obligado a pedir que se los albergara allí, quién sabe por
cuánto tiempo, y a permanecer reunidos, como en una casa común, amigos o
enemigos.
Trajeron
víveres la semana pasada, principalmente galleta, y el carro volvió vacío a Felipe
Arana. No pudo obtenerse que ni una de las familias se decidiera a partir
cuando pudieron hacerlo; tal era la confianza en que pronto cesaría de llover.
Ya no podían marchar ni recibir alimentos, porque los caminos y sobre todo el
río Largo, que se interponía entre los pueblos más próximos y que había que
vadear, lo imposibilitaban. Consumidas las pocas vacas lecheras, que era lo
único que quedó de los rebaños, sacrificaron la mayor parte de la caballada que
trajeron, y pronto tendrían que matar la restante. Aunque dos días antes cesara
la lluvia, el cielo continuaba nublado, y a ratos se oía algún lejano y
prolongado trueno, que parecía restallar en otro cielo separado de la tierra
por la capa espesa de nubes.
Los
primeros días rara vez entró el padre Demetrio en la iglesia. Sólo una mañana
dijo misa y no obtuvo el respeto debido: muchos hablaban en voz alta; otros
reprendían a los hijos; los menores chillaban y lloraban, y el alboroto crecía,
amagando convertir el sagrado sacrificio en una pantomima. Hasta el sacerdote
tuvo la sensación de que realizaba un simulacro sin sentido, si bien continuó
el sacrificio hasta el final. Impartió la bendición y se fue, decidido a no
repetir tan inútil auxilio espiritual.
Como
coincidió que durante la misa arreciara la lluvia con furioso ímpetu, los ateos
atribuyeron al padre Demetrio, un poco en broma, pero tomándolo en serio al
final, la causa de tal calamidad. En los siguientes días olvidó esa
mortificación y frecuentó las naves, movido por la piedad, por la curiosidad y
por el deseo de comprobar cuál era el grado de destrozos que iban haciendo los
huéspedes en los bancos y en las instalaciones. Removía las cortinas sin avisar
y permanecía mudo ante cualquier escena, siempre inesperada, o contestaba con
alguna frase lacónica de reproche más bien que de consuelo.
-Este
chico está afiebrado, padre. ¿Cree que estará enfermo?
-El hijo
con fiebre y el banco en el redondel de la cacerola. Pregúntele al médico.
A lo largo
de los pasillos y entre los bancos y los altares se agolpaban los mayores,
apretujados, en mangas de camisa los más y descalzos casi todos. Los zapatos no
llegaban a secarse bien, cuando no quedaban encogidos, y era cosa de
quitárselos y ponérselos, tanto iban al campo a mirar al cielo. Muchísimos
bancos se apilaron para dejar mayor espacio libre, otros se acumularon contra
las paredes de la entrada, donde había también tablas de andamios y cajones con
mosaicos y lajas de mármol. Allí pusieron a secar maderas arrancadas de los
carruajes para leña. Acercábanse los refugiados al padre Demetrio y porfiaban
por hablarle; no tanto porque necesitaban respuestas reconfortantes, cuanto
porque les parecía que no se portaba con solicitud y bondad suficiente. El
padre amonestaba, compadecía o fijaba su mirada en el pecho de interlocutor con
la misma remota indiferencia con que los observaba desde el púlpito. Al tercer
día de asilo se mezclaron mujeres y hombres, que hasta entonces permanecieron,
conforme lo hacían en la misa, unas a derecha y otros a izquierda, y eso fue
para el sacerdote la prueba desfachatada de que habían olvidado hasta los
escrúpulos elementales.
Afuera
quedaron los perros, temblando de frío y empastados de barro hasta el lomo.
Serían como doscientos, bajo la lluvia, enflaquecidos por el hambre y achicados
por el agua. Iban de acá para allá, prorrumpían casi al mismo tiempo en
lúgubres quejidos, arañaban con sus patas las paredes y las puertas o se
peleaban sin necesidad. Cantidad de ellos, heridos a dentelladas, seguían
gruñendo, desafiadores, después de lastimados. Buscaban amparo hasta en los
lugares más absurdos: en los contrafuertes y en los quicios, contra los
tapiales y en los restos de los carros desmantelados o se tendían con la cabeza
entre las patas cavilando su abandono. En cuanto creían oír una voz conocida se
levantaban y empezaban a ladrar o a aullar de nuevo, reiniciando la carrera
habitual en torno de la iglesia. Terminaron por tomar cierto color plomizo, y
los que murieron no estaban más flacos que los vivos. Emanaban un hedor que parecía
penetrar en la iglesia a través de los anchos muros, porque no había otra
ventilación que por la sacristía, que daba al patio, y los olores que entraban
se adherían a las cosas, a los cuerpos, y persistían mucho tiempo en el
ambiente, pegados a las mucosas de la nariz. Cuando por la noche rompían a
aullar desde adentro les contestaban las mujeres con rezos para conjurar
cualquier triste augurio o con imprecaciones que los hombres pronunciaban con
más estentórea y nítida voz.
Entre los
refugiados, y apartados de todos, estaban doña Ramona y su nieto Ángel, los
mendigos del pueblo. La abuela tendría ochenta años y el nieto veintiuno. Éste
representaba doce a lo sumo, porque el tifus, que lo atacó de chico, fue
alelándolo y reteniéndolo en la niñez. Era demasiado corpulento para la edad
que aparentaba, y el cabello lacio daba la impresión de que se le hubiera
mojado y secado muchas veces. Hablaba poco y parecía que miraba con toda la
cara, como los ciegos. De muchacho estudió en un colegio de jesuitas y era muy
inteligente, pero los estragos del mal eran tan sensibles en su alma como en su
cuerpo. Abuela y nieto se ubicaron en un rincón, entre los bancos y los
tablones de los andamios. Proseguían allí su vida de pordioseros, casi
indiferentes a lo que ellos y a los demás les ocurría. En el pueblo retiraban
de las casas de comercio lo indispensable para subsistir, nunca dinero. De modo
que, más o menos, estaban como antes, participando de las privaciones de todo
el mundo. Junto a ellos, también en el rincón y tras un confesionario, se
instaló un matrimonio extranjero, María y Bronislao, con una nena de seis
meses. Eran húngaros, pero en el pueblo los conocían por “los rusos”. Llegaron
dos años antes, y él trabajaba como repartidor de pan.
Doña
Ernestina, la mujer del carpintero, lamentaba la pérdida de sus aves de corral,
que creía reconocer flotando en la inmensa laguna y entre los heterogéneos
objetos que sobrenadaban inmóviles.
No se
hubiera creído que un pueblo tan chico y aparentemente deshabitado contuviera
tanta gente. Hasta se sospechaba que estuviesen allí innumerables forasteros
que nadie había visto, llegados acaso para aumentar las tribulaciones y el
recelo. Con el trato obligado averiguaban quiénes eran y el mucho tiempo de
residencia. Al fin, la impresión general fue de que todos se conocían o
detestaban desde época remota. Con ellos, y en un rincón del crucero, se
albergaba un médico español al que las autoridades locales permitieron ejercer
la profesión sin revalidar su título. Se le respetaba porque atendía con amable
asiduidad a sus enfermos, no reparando en velar toda la noche junto a ellos si
el caso lo exigía, y porque era moderado en el cobro de honorarios. Tenía
conciencia de la responsabilidad y orgullo de la profesión. Era un hábito
elegante en él, siempre correctamente vestido, sostener el cigarrillo con tres
dedos mientras hablaba, como si lo ofreciera al interlocutor. Las yemas de esos
dedos estaban doradas por la nicotina.
Lo poco
que hablaba el marido de doña Ernestina referíase a la clase de las maderas
empleadas en la iglesia y a la obra de mano y a los trabajos rústicos:
peldaños, andamiaje, pues poco le interesaban las tallas y taraceas. Aludía con
ese motivo a sus herramientas y a las maderas de su taller, que sin duda
habrían salido flotando por encima de los alambrados o estarían oxidándose en
sus cajas. Su conversación con la esposa giraba en torno de tales temas, y si
no hubiera sido porque la aflicción general tenía de sí sobrada importancia,
habría explicado al pormenor lo que eso significaba para él.
En
contraposición al carácter dócil de doña Ernestina, la esposa del jefe de la
estación estaba constantemente malhumorada, como si supiera que el culpable de
la calamidad era su marido y no encontrara la forma de decirlo. En general,
eran las mujeres quienes estaban más mortificadas. Tenían que atender a todas
las faenas, como de costumbre, aunque con menos comodidades, y a las exigencias
de los maridos, que no consideraban el lugar en que se encontraban ni tenían
miramientos de ninguna especie.
Comenzaba
a preocupar la escasez de víveres, racionados ya al extremo y perjudicados por
la humedad, y se presentía el próximo agotamiento. Sacrificaron las reses que
les cedieron en las chacras vecinas y casi todos los caballos.
-Va
escaseando la comida -aventuraba alguno-. Pronto tendremos que carnear los
perros.
-Los
perros nos van a comer a nosotros.
Casi
convirtióse en un hábito salir a mirar en dirección a Felipe Arana, a pesar de
que sabían muy bien que ningún socorro podía llegarles de aquella población
mísera. ¿Y de dónde si no? ¿De Jagüel Viejo? Estaba a veinticinco leguas.
Finalmente las miradas se levantaban desde los caminos fangosos y desde la
laguna que sepultaba al pueblo, para recorrer el cielo siempre oscuro. A la
izquierda, en dirección de la iglesia al pueblo inundado, circuido de una tapia
de ladrillos sin revoque, estaba el cementerio. Destacábanse los ángeles,
exactamente iguales todos, y los fastigios de los panteones. Desde la iglesia
alcanzaban a verse las cruces sobre el agua.
El jefe de
la estación conservaba su flemática importancia. Padecía de jaquecas
intermitentes que lo obligaban a permanecer horas y horas tendido, con
compresas que le abarcaban la frente y los ojos. Cuando no lo postraba el mal,
salía, aunque lloviznara, a contemplar el vasto campo anegado y a respirar aire
puro. Mas era imposible permanecer fuera largo rato, ya porque la tregua de la
lluvia duraba poco, ya porque los perros se echaban sobre quienquiera que
saliese, colocándoles las patas embarradas encima, implorantes y feroces. Dos
días antes carnearon un caballo para ellos, y, sin esperar a que fuera trozado,
arrebataron enormes pedazos que devoraban en tropel acometiéndose entre sí a
mordiscos.
Cada vez
resultaba más difícil abrir las puertas, pues los perros porfiaban por entrar,
acosados por el hambre y la intemperie. Habían tragado ya los cueros y los
huesos de los caballos y hasta los cadáveres de sus compañeros, respetados
bastante tiempo. Ladraban, aullaban y escarbaban desesperados en el barro
impregnado de sangre, como si hubiesen escondido antes su presa y no recordaran
dónde. Al gritar en torno de la iglesia, iban en un remolino silencioso
batiendo el barro hasta formar un picadero de lodo liso como una pista.
El padre
Demetrio vino a las naves y fue rodeado por la muchedumbre que acaso esperaba
de él cualquier milagro, o noticias que pudieran reanimarlos. Él mismo sintió
como culpa suya el no poder prestar ningún auxilio a los desgraciados, el no
tener nada que decirles y el carecer de valor para invocar los bienes de la fe
en ese trance.
-Más duró
el diluvio, que duró cuarenta días -dijo.
Ángel, el
idiota, que escuchaba atentamente cada frase del anciano sacerdote, replicó con
insólita vehemencia:
-Cuarenta
días y cuarenta noches, hasta que el Señor acabó con los pecadores.
-¡Cuarenta
días! —afirmó doña Ernestina—. Llevamos doce ¡Si volverá el diluvio!
-Por algo
será -contestó el cura-. Saque usted a su chico de ese banco. Está ensuciando y
echando a perder la iglesia entera.
-Padre,
¿cree usted que será un castigo de Dios?
-Hasta las
velas de los altares han quitado. Vea usted: ese cirio es del altar.
-Tenemos
que alumbrarnos. Casi ni de día se ve.
-La
humedad echa a perder los fósforos.
-Nos
ponemos la ropa todavía mojada.
-Pero para
fumar y llenar el templo de asquerosidades sí hay fósforos.
-De noche
no hay con qué alumbrarse.
-De noche
hay que dormir y no meter el escándalo que ustedes hacen, ni comportarse como
cerdos más bien que como cristianos.
-Entre los
gritos de los chicos y los aullidos de los perros, vamos a enloquecernos, si
usted no nos ampara.
-Siempre
hay algún chico que se descompone de noche. Ya ve, padre, cómo estamos.
-¿Para qué
se han metido ustedes aquí? Esta es la casa del Señor. Vean el piso...
Caminando sobre los restos de la comida...
-Es un
hueso.
-Ni las
mondaduras de las papas han tirado afuera.
-Padre
Demetrio, ¿no tendría usted un poco de alcohol? Rafaela tiene cólicos.
-Que la
vea el médico.
Detrás del
cura iba don Pedro, sin contestar a los que los interrogaban, con cierta
solemne convicción de que también él había llegado a ser persona importante. La
gente agolpábase, y era de temer que concluyera por agredirlos.
-Padre,
usted podría hacer algo por nosotros -exclamó una anciana.
-¡Es un
pecador, es un pecador, es un pecador! -irrumpió el idiota-. Por eso nos
castiga Dios a todos.
El padre
Demetrio se sobresaltó, lo miró fijamente, no con mirada tan firme y segura
como la de su agresor, y juntó las manos con fuerza. Se hizo silencio y todos
ciñeron al sacerdote, como si lo hubieran herido de muerte. Pero nadie habló en
su defensa ni apartó al ofensor.
-Dios te
perdone, porque eres un insensato. Y el sacerdote le hizo la señal de la cruz
casi rozándole la cara.
-Es un
pecador contra la Iglesia y el Evangelio -prosiguió Ángel, y comenzó a
santiguar al cura. Este reaccionó en igual forma y parecía que ambos se
disputaban, por la rapidez de los movimientos y el ahínco, la gloria de ver
caer fulminado por Dios al adversario.
-Día
llegará en que la cólera del Señor se manifestará con espanto.
-¡Afuera,
afuera con Satanás! ¡Afuera este loco de la porra!
-Hará
crujir los dientes a los perversos, y los sacerdotes impuros pagarán por ellos
y por sus fieles.
El padre
Demetrio proseguía sus exorcismos en latín y retrocedía en una retirada
dificultosa. Muchos se le habían puesto detrás y no lo dejaban irse.
-Tiene
Satanás, tiene Satanás, puerco hereje.
-Por algo
lo dirá -se oyó a una mujer desde un ala de la nave.
-Quiso
echarnos de aquí como a los perros.
-Escondió
las velas para dejarnos morir a oscuras.
-Ayer nos
maldijo a todos, porque los muchachos se metieron en su pieza.
-Ahí
esconde la comida.
-¿Qué
dices infeliz? -rugió el padre Demetrio, lanzándose sobre el idiota, que había
cesado de hablar y, asiéndolo por los hombros:
-¡Vade
retro!
El idiota
había cambiado súbitamente de actitud. Con la cara lampiña de bobo, los ojos
muy abiertos, comenzó a sollozar sin lágrimas, mirando siempre con fijeza al
sacerdote, que mascullaba frases en latín, rojo y empañado el rostro de sudor.
Sin soltar al idiota, miraba a uno y otro lado, comprendiendo que estaba sin
protectores, solo entre la jauría humana. Alguien que había trepado al coro
silbó y el silbido restalló como una víbora en el ámbito del templo. Otro
produjo un ruido agraviante, soplándose con fuerza la palma de la mano. Las
mujeres y los chicos lloraban; todos hablaban a la vez y, desde afuera, los
perros, al oír la grita, levantaron aullidos lastimeros. Había quien increpaba
al padre Demetrio y quien lo defendía. Pero don Pedro continuaba inmutable,
firme y mudo, como si no supiera qué tenía que hacer en tales inusitadas
circunstancias. El alboroto retumbaba en las bóvedas y en las paredes,
rebotando y cayendo sobre los nuevos tumultos como olas sobre olas en la playa.
El sacerdote fue conducido a la sacristía, sostenido del brazo por don Pedro.
En la iglesia todos hablaban a un tiempo, culpando ahora al idiota que,
protegido por la anciana, parecía ignorar por completo lo que había dicho. La
abuela gritaba mientras le pasaba la mano por la cabeza: ¡Déjenlo, déjenlo; no
son palabras de él, son palabras inspiradas!
Por unos
segundos los refugiados se miraron entre sí como si se les hubiera dado una
explicación satisfactoria del incidente; bancos atrás, el jefe de la estación, con
sus compresas de agua fría en la frente y los ojos, seguía tendido e inmóvil,
mojando a cada rato la toalla en un jarro colocado en el suelo.
Varios
vecinos salieron para aplacar a los perros, y resultó que, aprovechando el
descuido, entraron atropellando bancos, equipajes y personas con diabólica
alegría. Cuando pudieron cerrar las puertas, casi todos los perros estaban
dentro. Corrían gritando, en busca de sus amos. Saltaban por encima de los
obstáculos y atravesaban como flechas los compartimientos formados por las
cortinas de frazadas y sábanas. Se produjo un nuevo tumulto, peor que el
anterior. Acometieron a puntapiés a los perros, más éstos se echaban sumisos
ante los agresores sin reparar que fueran seres conocidos o no. Lamían la cara
a los chicos y dejaban pegado el barro en todas partes. Los que no encontraron
a sus amos se agazapaban bajo los bancos, o se refugiaban detrás de los
andamios y los cajones, o penetraban en los confesionarios, para salir
inmediatamente con renovados bríos. Si se intentaba echarlos con palos o
tirándoles cosas, mostraban los dientes, y hubieran mordido de insistirse en el
castigo. Muy pronto volvieron a sus jubilosas demostraciones, pasando del furor
al regocijo inocente. Comenzaron a oliscar con apresurada ansiedad, a lamer las
cacerolas, a husmear las valijas y las cestas, y acabaron por arrojarse contra
ellas sin que nadie intentara contenerlos.
Era el
atardecer. La luz difusa entraba suavemente por los vitrales, y las imágenes
resplandecían en sus oros y piedras de colores con un fulgor mortecino. Humos y
vahos esfumaban las vastas, nebulosas bóvedas velándolas con una niebla sucia y
gris, muy semejante a la que cubría a veces el campo. Tan densa era la
atmósfera, que parecía hacer vibrar los perfiles de los objetos lustrosos. En
el altar mayor, a los lados del crucifijo, ardían dos cirios que constantemente
se renovaban, pues los substraían antes de arder por completo. Se los mantenía
encendidos día y noche como súplica silenciosa para que cesara la lluvia. La
iglesia quedó inundada de un vago rumor, impregnada del olor de los perros
mojados, que paulatinamente se aquietaban. Ese olor llegó a predominar sobre
todos los demás, acres y punzantes, hasta provocar náuseas. Por momentos
formábanse silencios compactos y abismales. En seguida oíase levantarse, como
una ola ancha y oscura, el murmullo de las voces contritas o el musitar de las
plegarias o el comentario de los hechos increíbles. Deploraban la afrenta al
sacerdote y esperaban verle para pedirle perdón en nombre del idiota. Muchos
temieron que el disgusto ocasionara la muerte del anciano, y no se sabía dónde
estaba escondido.
Fuera, los
perros que no pudieron entrar, ladraban sin cesar, rondaban la iglesia
corriendo en tropel y raspaban con las patas y los hocicos las paredes y las
puertas.
-Hay que
echar a estos perros, o matarlos.
-Más bien
hay que entrar a los otros. Llevan diez días bajo el agua.
En fin, se
abrieron las puertas y entraron.
Ante la
sorpresa de todos, se vio al anciano sacerdote subir, con fatiga de pena y
vejez, la escalera que conducía al coro. Allí arriba permaneció unos minutos
inmóvil; después se arrodilló para rezar. Todo el mundo lo observaba con
curiosidad y respeto; hasta con simpatía. En seguida avanzó hacia el teclado
del órgano, e inesperadamente resonó en la iglesia un canto profundo y trémulo,
de sombrías y reverberantes voces que se fueron afinando y elevando, en un
vuelo místico, hasta alcanzar las notas más altas del instrumento y de las
posibilidades de la humana audición. La música sonó entonces como nunca se
había oído, y las manos del ejecutante creaban un cántico de unción celestial,
improvisado bajo las dolorosas emociones de la afrenta y del perdón. Los
sonidos expurgaban lo que la voz del sacrílego mancó: las imágenes, las paredes,
las columnas, las figuras coloreadas de los vitrales, corazones y objetos por
igual. Extendíase la música sobre cada cosa y cada ser como un bálsamo, y
purificaba el ambiente de tanto miasma y pecado, y superponía en la turbia luz
crepuscular un fino epitelio vivo a todo lo sólido e inerte.
Luego todo
quedó en sombra, apenas quebrada por el fulgor vibrante de las hachas del altar
mayor; y al cesar las voces del órgano se percibió de nuevo aquel silencio
compacto, húmedo, sombrío. Apenas se distinguían las imágenes de los vitrales,
donde se historiaba la vida del santo hospitalario, y la lluvia reanudaba su
precipitación con furia.
Una mujer,
con voz muy apagada, le dijo a otra:
-Ernesto
tiene fiebre, su frente quema la mano. ¿Quiere usted tomarle el pulso?
La otra
mujer se aproximó al niño tendido sobre un cobertor, boca arriba, y le puso la
mano en la frente. Más lejos se oía una voz: Moja esta toalla en el agua de la
lluvia y tráemela pronto.
-¿Qué
tienes? preguntó la mujer al niño.
-Acá
-contestó el chico tocándose la garganta.
Doña
Ernestina se acercó:
-¿Tiene
vinagre aromático?
-¿Para
qué?
-Necesitaba.
-No traje
ningún medicamento. Miel rosada, si usted quiere.
-Nadie ha
traído medicamentos. A mí sólo se me ocurrió traer un frasco de yodo.
-Yo traje
un frasco de jarabe. ¿Lo quiere?
El médico
iba de un compartimiento a otro, pasando por debajo de las cortinas, revisando
a los niños, pálido y agitado. No contestaba ninguna pregunta. Sólo decía como
para sí: No hay elementos, no hay elementos. Es increíble. Al rato se lo vio
sentado en el escalón de uno de los altarcitos, con la cabeza entre las manos.
Cuando iban a buscarlo las mujeres, musitaba: Ya fui, ya fui; y no levantaba
los ojos. Se llevaba las manos al cuello como si algo le molestara. Después se
encaminó a la sacristía abriéndose paso entre la gente que, en voz baja,
parecía inculparlo, como antes al cura, de todas las desdichas. Llamó a don
Aniceto y le dio una hoja del recetario escrita, urgiéndolo a que partiera a
caballo hasta jagüel Viejo. Era imposible vadear el largo para ir a Felipe
Arana. Jagüel Viejo era un pueblo de sólo la estación y algunas casas.
Se oía
conversar en lo alto, en el coro. Allí estaban numerosos hombres, que se
retiraron de las naves para dejar mayor espacio. Los dos cirios de la súplica
ardían con llamas rojizas, y alguna que otra vela iluminaba cuerpos de personas
y de perros tendidos en el suelo. Hacía un calor inusitado. Las imágenes de
cera, apenas alumbradas, parecían parpadear y tener las mejillas encendidas de
fiebre. El Cristo del altar mayor, por la humedad que todo lo impregnaba,
relucía como si lo bañara entero un mador que con la sangre de su Faz corría
por los hombros, el pecho, los flancos brillantes y el vientre hundido, a lo
largo de los muslos hasta los pies. La atmósfera oprimía las gargantas, la
brasa de los cigarrillos se levantaba, ardía más vívida y bajaba de nuevo.
Percibíase la respiración fatigada de los ancianos y de los niños, como un
jadeo febril. Las noches eran peores que los días, infinitamente más largas y
desoladas, aunque no ocurrieran escenas de desesperación. Así pasó la noche. La
lluvia amainó.
Los
húngaros, María y Bronislao, estaban despiertos, con la nena entre ellos. Se
les había muerto mientras alborotaban el cura, el idiota y todos los demás.
Todavía la madre, de vez en cuando, vertía en la boca de la criatura una
cucharadita de té muy dulce. Los padres no hablaban y se habían unido, con la
hija en medio, ocultándola. La madre la envolvió en una frazada, y así
estuvieron toda la noche sin decirse una palabra. Había una agitación muy
grande, aunque silenciosa. Mujeres y hombres iban de un lugar a otro con
inquietud.
A la
mañana siguiente dos criaturas habían fallecido. También ese día tuvieron que
sepultar, algo más lejos de los niños, al médico. Lo encontraron detrás del
altar mayor tendido y con el bisturí entre los dedos, como si sostuviera un
cigarrillo ensangrentado. A todos se los sepultó cerca de la iglesia, donde los
perros habían escarbado y enterrado comidas. A un metro de profundidad, la
tierra estaba casi seca. Los sepultaron sin ataúd; a los niños amortajados con
sus ropitas, las mismas que usaron.
El padre
Demetrio subió al púlpito. Todos esperaban mortificados un largo sermón de
reproche o de consuelo.
-Hijos
míos: Dios nos prueba hasta el fin.
Fue lo
único que dijo, y se tapó la cara con las manos. Sollozaba. Ángel lo miró desde
el rincón de los andamios, con su mirada fija y blanda. Quiso hablar, pero sólo
pudo balbucir palabras incoherentes, acaso injuriosas. La anciana repetía
mecánicamente: Si tiene que hablar, hablará.
Mas el
idiota sólo atinaba a mover la mandíbula inferior, como si estuviera bajo el
influjo hipnótico de la figura del padre Demetrio, que permanecía aún en el
púlpito cubriéndose el rostro. Después, el sacerdote se dispuso a descender,
indeciso. La gente hablaba en voz baja; palabras y sollozos se ahogaban con
pañuelos y manos. Los perros husmeaban constantemente, yendo y viniendo
veloces. El padre Demetrio rogó con voz débil, mientras bajaba por la escalera
del púlpito.
-Hijos
míos: es preciso sacar del templo a los perros. Esto es un castigo de Dios por
la nueva profanación de su casa.
Todos se
miraron con estupor. Afuera estaban recién cubiertas, las tumbas de los niños
sepultados horas antes. Un escalofrío recorrió el cuerpo de las mujeres. Los
muchachos en particular trataron de asir sus perros, o los que tenían más
cerca, para que no los sacaran. En el mismo sitio, los húngaros continuaban en
igual actitud, sentados y sin hablarse. Contestaban lacónicamente a quienes se
les acercaban, y nadie advirtió que la madre no tenía en sus brazos a la
hijita.
El día fue
deslizándose lento, como luz que se extinguiera con infinita languidez. A la
entrada de la noche, se oyó a la abuela del idiota:
-¡Quiere profetizar,
quiere profetizar!
Ángel echó
a andar decidido, atrayendo por la mano a la abuela. No quería dejarlos avanzar
hasta la escalera del púlpito.
-La
maldición de Jehová sobre los pecadores -decía el muchacho y su labio imberbe
dejaba caer esas palabras como una baba amarga. Pero al llegar ante el altar
mayor, vio al sacerdote que se levantaba de orar y quedó como petrificado.
-¡Hablará,
hablará! -exclamaba la anciana, que ahora tiraba de la mano del nieto, rígido y
atónito.
Los perros
continuaban su incesante búsqueda, familiarizados ya con el templo, las
escaleras, la sacristía y las habitaciones interiores.
Esa noche
también pasó.
A la
mañana siguiente, antes de amanecer, estaban fuera del templo muchos hombres,
mirando en dirección a Felipe Arana y a Jagüel Viejo, por si veían llegar algún
socorro. Sabían perfectamente bien que no era posible hacer ese camino sino a
caballo. Pero don Aniceto podría traer ya las inyecciones y los medicamentos,
siempre que los hubiera allá. No se percibía en el cielo sobre las lagunas,
cada vez mayores, sino algunas gaviotas y pájaros aislados, a lo lejos, cerca
de los árboles cubiertos por el agua. Las gaviotas volaban alto sobre la
iglesia, de horizonte a horizonte.
Los
húngaros, sentados todavía, tenían a su alrededor no menos de cincuenta perros.
Sin moverse ni hablar, con los pies desnudos trataban de ahuyentarlos. Apenas
se movían, los perros se retiraban para aproximárseles de nuevo, callados,
estirando la cabeza hacia ellos. Entre marido y mujer estaba el envoltorio,
enorme ahora, formado con todas las cobijas que tenían. Las usaron para cubrir
el cuerpecito de la hija, porque no querían dejarla sepultar como a las otras
criaturas.
De pronto
comenzó a aclarar el cielo y pareció que hacia el Este abríase contra la tierra
una franja azul, precursora del fin de aquel diluvio. Se aprovechó la tregua
para enterrar a los niños y a tres mayores que murieron la noche anterior,
entre ellos doña Ernestina. El cura pronunció los responsos, y cuando penetró
en la iglesia siguió asperjando cuanto hallaba a su paso con el hisopo, como si
se tratara de la misma ceremonia, ya concluida. Terminada la tarea, los ojos se
dirigieron hacia el pueblo de Felipe Arana, hacia el de General Estévez, bajo
las aguas, y vagamente hacia el de Jagüel Viejo. No se veía llegar a nadie.
Únicamente las gaviotas, que surgían de largo en vuelo altanero. El cielo,
menos oscuro, no dejaba abrigar muchas esperanzas.
-El Señor
nos oirá -dijo el sacerdote cuando salió, luego de haber recorrido la iglesia con
el hisopo-. No ha de llover más. Por allá se ve que aclara.
-Pero es
por el Este, padre.
-La
tormenta sigue recostada al Sur y al Oeste.
-Hace tres
días que también estaba así.
Reingresaron
todos al templo. Muchos se habían quedado dentro, junto a sus hijos,
auxiliándolos como podían, ayudándolos a respirar. Bronislao y María
continuaban aún como dos días antes, rodeados por los perros. Comenzábase a
percibir olor a carne descompuesta, más penetrante que el husmo habitual. Todos
siguieron con la mirada al sacerdote, que se encaminó al altar mayor para rezar
en voz alta. Los cirios seguían ardiendo y las imágenes de los vitrales
traslucían, mejor que nunca a esas horas, la claridad esfuminada de la tarde.
Entró de pronto un joven que gritó en un arranque de alegría:
-¡El arco
iris, el arco iris! ¡No llueve más!
Todos se
apresuraron a salir de la iglesia, y el sacerdote echó a caminar tambaleante y
firme a la vez. Miró al cielo para descubrir algún vestigio del arco iris.
-Allí,
ven. ¿Ven?
Nadie veía
nada. Quedaron callados, en suspenso, esperando más bien el milagro que el más
lejano indicio razonable. Mucho tiempo estuvieron así, sin que nadie se
atreviera a desmentir al iluso. Las paredes de la iglesia iban oreándose. Sólo
hilos de agua caían de las altas gárgolas. De pronto se oyó, muy lejos, por el
fondo del cielo, hacia el Sur, un trueno que rodaba ancho como el firmamento.
-Dios hará
el milagro de salvarnos y no permitirá que muramos así.
Al poco
tiempo, algo más destacado de la vaga oscuridad de las nubes, otro vasto trueno
resonó henchido de sombra y humedad. El cielo se adensó, seguramente porque
caía la tarde, y en seguida, como cuando empezó, después de tres meses de
sequía, la lluvia precipitaba sus gruesas gotas sobre los rostros levantados.
Ezequiel Marínez Estrada, entre otras obras, escribió: Radiografía de la pampa, Muerte y transfiguracion de Martín Fierro, La cabeza de Goliath, Tres cuentos sin amor, Sarmiento, Sábado de gloria.
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